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  • A Bergen, que fue capital de Noruega hasta el siglo XIII, la llaman "la ciudad de la lluvia", pues las estadísticas meteorológicas constatan que de cada siete días sólo deja de llover uno, y en muchas ocasiones, según aseguran los lugareños, el aguacero que cae se convierte en diluvio. En algunos puntos de la ciudad -en el parque que hay junto al teatro, por ejemplo- existen máquinas expendedoras de paraguas para que los bergenses imprevisores o los turistas inadvertidos puedan remediar el infortunio de un chaparrón inesperado. La vida de Bergen, como en realidad la de toda Noruega, está reglamentada por la climatología. Por eso, en verano, en los escasos días en los que luce el sol, puede verse a los vecinos de la ciudad paseando por las calles medio desnudos o tumbados en cualquiera de los parques para broncearse. Los jardines que rodean el Acuario, situados en uno de los extremos de la ensenada sobre la que se asienta el centro de Bergen, se llenan en esos días de bañistas que se lanzan desde las alturas a las aguas heladas del fiordo. La superficie del municipio de Bergen, que tiene aproximadamente 250.000 habitantes, es de 455 kilómetros cuadrados; es decir, cuatro veces y media más que Barcelona. Si se llega por carretera, los carteles que dan la bienvenida a la ciudad pueden verse en parajes en los que todavía no hay casas ni rastros de vida urbana. A pesar de esas dimensiones enormes, que según confiesan con malicia algunos de los habitantes sólo tienen como propósito superar oficialmente a Oslo en extensión, el corazón de la ciudad es muy pequeño. En los barrios que se agrupan alrededor de la ensenada, que tiene aproximadamente un kilómetro de longitud, puede descubrir el turista apresurado los grandes tesoros de Bergen. En el vértice de esa ensenada, marcando el centro turístico de la ciudad, se encuentra el mercado de pescado, un grupo pintoresco de puestos callejeros en los que se venden souvenirs, frutas, verduras, y, sobre todo, salmón, arenque, ballena o cualquiera de las especialidades noruegas del mar, convenientemente envasadas al vacío para ser transportadas lejos con garantías sanitarias. Los puestos, bulliciosos y atendidos por dependientes políglotas, están llenos de reclamos comerciales humorísticos. Algunos carteles, por ejemplo, anuncian, junto a una foto de los príncipes de Asturias, que "la Leti" es cliente suya. Los transeúntes pasean por entre los mesetones probando pequeños bocados de degustación de exquisitos ahumados o de huevas extrañísimas, y, a veces, tentados por el sabor o por la apariencia, compran paquetes para llenar la maleta. A pocos metros de allí, siguiendo el muelle que bordea el fiordo por su costado derecho, está la gran obra monumental de Bergen: las casas de la Hansa, que fueron declaradas patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1979. Estas casas, pertenecientes originariamente a la Liga Hanseática alemana que dominó el comercio en Europa entre los siglos XIV y XVI y que tuvo en Bergen un puerto de gran importancia, desde el que se exportaban toneladas y toneladas de bacalao, son una muestra ejemplar de la arquitectura tradicional nórdica. Construidas en madera -las que perduran son en realidad la reconstrucción de las que se quemaron en un incendio acaecido en 1702- y de colores vivos, se alinean una junto a otra en una imagen colorista que sirve como icono de Bergen. Quedan en pie 61 casas, ocupadas hoy casi todas ellas por comerciantes. Por dentro están completamente rehabilitadas, pero cerca de allí, en un edificio moderno, hay un museo de la Hansa que reconstruye el interior de las casas originales, en las que vivieron espartanamente, hacinados y dedicados en exclusiva al trabajo del bacalao, los obreros alemanes que viajaban hasta Bergen para hacer fortuna. En los alrededores de las casas de la Hansa hay otros dos monumentos históricos de visita recomendada: la fortaleza de Håkon, junto a la que se alza la torre de Rosenkrantz, y la iglesia de María. La fortaleza, cuyo mejor atractivo es su mera presencia en ese lugar, en la boca del puerto, está rodeada hoy por unos jardines de césped muy verde que también se llenan de gente cuando el sol asoma. Desde lo alto de la torre hay una buena panorámica de la ensenada, pero no merece la pena hacer el esfuerzo de trepar por sus escalones si el viajero tiene previsto subir luego en el teleférico hasta la colina que está allí cerca, presidiendo el centro de la ciudad y ofreciendo una vista aérea magnífica. La iglesia de María, Mariakirken, es un templo románico del siglo XII que simboliza muy bien las trazas que tiene Bergen: en un marco admirable en el que pueden contemplarse auténticas joyas (un púlpito de madera bellísimo, por ejemplo), se hallan también elementos de fealdad notoria (el órgano). En Bergen, en efecto, conviven la exquisitez y la monstruosidad con una espontaneidad que sorprende. Junto a paisajes urbanos casi sublimes o rincones pintorescos que parecen transportarle a uno a través de los siglos, el paseante encontrará adefesios insólitos. El Ayuntamiento, por ejemplo, está albergado en un espantoso edificio gris. El Grieghallen, una moderna sala de conciertos construida con forma de piano, tiene exteriormente el aspecto de una gran estación de autobuses. Y en el periplo que se puede hacer por los barrios del gran brazo de tierra que cierra la ensenada al otro lado de la Hansa y de la fortaleza, en su costa sur, se han de cruzar solares industriales llenos de cascotes y de contenedores para llegar hasta algunas de las calles más sobresalientes de la ciudad, como Knøsesm, una de las más fotografiadas. Ibsen y Grieg Bergen, como no podía ser menos, rinde honor a sus dos ciudadanos más célebres: Henrik Ibsen, que dirigió y estrenó sus grandes obras en el teatro de la ciudad, y Edvard Grieg, que nació y murió allí. Los admiradores del compositor pueden visitar -lejos ya del centro- Troldhaugen, la casa en la que vivió. Situada entre bosques, solitaria, en ella se respira una paz extraña que cobija a quien la recorre. Está rodeada de un pequeño jardín desde el que arranca una escalera que, serpenteando entre árboles, desciende hasta una edificación levantada al pie del fiordo, recóndita, en la que el músico se retiraba a componer. Su mesa de trabajo está situada frente a una ventana desde la que se ve el gran río y las laderas boscosas. Cualquier persona puede sentirse allí capaz de escribir las suites de Peer Gynt. Tal vez esa casa de Grieg sea un perfecto resumen de Bergen, una ciudad melancólica en la que, con sol o bajo la lluvia, uno siente ese apego añorante de los lugares perdidos, de las tierras lejanas. Desde lo alto de la colina que domina la ensenada, contemplando el paisaje de caserones y el río de agua marina abriéndose paso por donde puede, el turista llega a pensar que la tristeza es un sentimiento gozoso, y que Bergen, cubierta de nubes plomizas, es un pequeño paraíso.
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  • Bergen, punto de partida para descubrir los fiordos noruegos
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  • Añoranza de tierras lejanas
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