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  • Durante más de dos años viví en el corazón de Londres, en Marble Arch, la esquina noreste de Hyde Park. Todos los días -lloviznara o no- tomaba mi bicicleta y me iba desde la casa hasta mi oficina en King's College, junto al Támesis. Recuerdo esos pedaleos por la ciudad contra la fresca brisa londinense y su rocío como algunas de las horas más felices de mi vida. Bajo por el costado este de Hyde Park hacia el sur, pasando por la esquina llamada Speaker's Corner. Allí, los días de domingo, se celebra un antiguo ritual del espíritu liberal inglés. Decenas de oradores improvisados llenan esta esquina con sus mensajes contradictorios. Hay mucho fanático religioso, pero también ateos y librepensadores, y socialistas furibundos, y un negro con un casco de vikingo que profesa un antifeminismo radical. Lo extraordinario es que estos fanáticos discuten a voz en grito sin agredirse y sin que se vea a la policía. Me pregunto qué pasaría si hiciéramos el mismo experimento en alguna ciudad latinoamericana. Si abriéramos un foro en la plaza de Armas de Santiago de Chile, por ejemplo, o en la plaza mayor de Madrid, donde cada cual pudiera subirse a una escalerita y exponer sus teorías, por descabelladas o incorrectas que sean. Sangre, me figuro, insultos, detenidos y contusos. Nuestra proverbial violencia hispana. Pensando en esas cosas me dejo deslizar por la suave pendiente hasta la esquina sureste del parque: Hyde Park Corner. Aquí está Apsley House, la casa del duque de Wellington, el vencedor de Napoleón. El botín que Wellington arrebató a Napoleón amuebla las salas. Entre otros tesoros, hay prodigiosos velázquez provenientes de la colección real española. Esta casa me provoca otra de esas reflexiones que facilita el silencio de la bicicleta rodando entre las piernas: es posible que allí se haya iniciado la independencia de nuestro continente. Un día, alrededor de 1810, Francisco de Miranda se presentó en ella acompañado de un joven criollo venezolano que requería del apoyo inglés para liberar a su país. Era Simón Bolívar (siempre me he preguntado si lo acompañaba su amigo, Andrés Bello). Y una cierta melancolía (con sus preguntas irresueltas) viene asociada a estos recuerdos: ¿por qué heredamos esta diferencia abismal de desarrollo entre las colonias hispanas y las británicas en América? ¿Basta para explicarse nuestra pobreza material y política la llamada ética del protestantismo, como quiso Weber? O bien, me digo mientras espero el cambio de luz en la pista de bicicletas de Hyde Park Corner, una clave podría estar en el espíritu de Londres: esta capacidad tan ajena a nosotros para conseguir un equilibrio entre tolerancia y orden que está en la base de las verdaderas comunidades. No quiero erigir la bicicleta a una categoría universal, pero es tan difícil pedalear en Madrid sin que lo atropellen a uno, y en Santiago es directamente un suicidio. Mientras que en esta ciudad -frenética como es Londres- a los débiles ciclistas nos dan la preferencia. Eso, mucho más que las supuestas solidaridades con las que se llenan la boca nuestros hombres y mujeres públicos, contribuye a fundar una comunidad. Virando a la izquierda, me interno pedaleando por Piccadilly. En Albermale Street está la Royal Institution y en sus sótanos una de las curiosidades mal conocidas de Londres: el laboratorio intacto de Faraday, el gran físico de principios del XIX. Sus tremebundos aparatos para producir energía eléctrica hacen pensar inevitablemente en el laboratorio del Dr. Frankenstein. ¿Se le ocurriría a alguien en nuestras latitudes conservar intactos no ya los laboratorios, sino algún instrumento de nuestros científicos notables? Si me interno en el barrio de St. James's, el de los elegantes clubes para caballeros, topo con otras manifestaciones más frívolas pero no menos significativas del amor a la tradición. Por ejemplo: la tabaquería J. J. Fox (allí mismo desde 1834) y la sombrerería Lock (que mide cabezas en su local desde 1765). En Fox se pueden comprar tabacos de todo el mundo, fumárselos en cómodos sillones, y en su trastienda observar los libros de contabilidad de cien años atrás. En una de sus páginas encuentro la cuenta pendiente que dejó Oscar Wilde cuando lo encarcelaron. Seis pisos de anaqueles Poco más allá encadeno mi bicicleta en las puertas de Waterstones Piccadilly, una de las mayores librerías del mundo. Aquí es posible pescar un libro en cualquiera de los seis pisos de anaqueles e irse a leerlo sin pagarlo -con picardía criolla- mientras se almuerza algo en el Studio Lounge del quinto, que ofrece una de las raras vistas aéreas de Londres (y unos sándwiches de roast beef memorables). Mientras almuerzo, pienso en la tan mentada tradición británica. En las simplificaciones que ésta evoca en nuestros anglófilos locales. Las tiendas para caballeros de Jermyn St., acá a la vuelta, y esos clubes de St. James's, están en la misma ciudad que fue la cuna de la cultura pop en los años sesenta, el swinging London de The Beatles. Esas tradiciones que todos critican pero nadie estima necesario destruir siguen ahora mismo conviviendo con la modernidad y la diversidad cultural más desaforadas. En cualquier recorrido en uno de esos buses rojos de dos pisos -aconsejo por ejemplo el 23, que cruza Londres transversalmente- es posible oír, sin exagerar, diez lenguas distintas y obtener un muestrario de todas las tribus urbanas que pueblan esta metrópoli. Y lo notable, una vez más, es que conviven en relativa paz, hasta se diría que en armonía. Al salir de Waterstones recupero mi bicicleta y cruzo Piccadilly Circus junto a la estatua de Eros para bajar por Haymarket. Aquí está uno de los teatros más hermosos de Londres -en esta ciudad pletórica de gloriosos teatros-. El Royal Haymarket. Aquí vi en una noche de niebla a Vanessa Redgrave y a su hija Joely Richardson protagonizando a la madre y la hija, justamente, en El abanico de lady Windermere. Nunca olvidaré la ovación cuando las dos salieron a saludar al público y éste se puso de pie; todos, creo, con un nudo en la garganta. En Londres me reenamoré del teatro. Luego me he preguntado muchas veces qué provoca nuestra falencia teatral generalizada en España e Hispanoamérica (con la posible excepción de Buenos Aires). Nuestros actores enfáticos, sobreactuados, exagerados. Tengo mi teoría: la capacidad para el teatro está relacionada con la cultura de un país. Lo característico del dialecto británico -y toda cultura es esencialmente un idioma- es el understatement. Traducido libremente sería un "decir menos", un disminuir conscientemente la importancia y la gravedad y la solemnidad de lo que se expresa, sin que el otro deje de percibir, por supuesto, que hay una exageración en tanta modestia. Este tono menor favorece la ironía -arte prácticamente desconocido en América, incluyendo a Estados Unidos-. Y ambos -understatement e ironía- son actitudes teatrales, representaciones cotidianas con las cuales se civilizan las emociones violentas, se las amansa. De allí -digo yo- el genio inglés para el teatro, y la excentricidad. Desde Shakespeare, por lo menos. Ya estoy cerca del final de mis pedaleos reflexivos. Paso por Trafalgar Square (Nelson encaramado en su columna y los cuatro leones gigantescos que la cuidan cabalgados por los turistas). Me interno por la avenida de Strand, pasando cerca de Covent Garden. Entonces, por un mero capricho libertario, en lugar de seguir hacia el edificio de King's College, doblo a la derecha y pedaleo hasta el medio del puente de Waterloo, para acodarme sobre el Támesis. La poderosa curva del río, traficada por barcos y barcazas, empuja el horizonte hacia el Oriente. Por este río manó hacia el mundo la civilización británica. Cielo sin énfasis ¿Pero qué es esa civilización?, me pregunto. Y al hacerlo levanto la vista del Támesis hacia el cielo casi perpetuamente gris, pero movedizo, sus nubes arrastradas por las ráfagas que barren la isla. Puede ser esta luz, me digo, esta luz sin énfasis, que nunca calienta pero tampoco, jamás, quema. Esta luz suave, tamizada, tan lejos de las calenturas y los enceguecimientos mediterráneos. Recuerdo que el gran pintor londinense Lucian Freud confesaba un secreto: mezclar un poco de carbón molido en el óleo blanco, de modo que en la claridad siempre reverbere un poco de sombra. El temperamento liberal inglés, lejano a los blancos y negros, puede ser hijo de esta luz moderada que acostumbra el ojo a percibir los claroscuros. Quizá esta luz gris nos ha faltado en Hispanoamérica, para suavizar nuestras pasiones, nuestros resplandores, me digo, mientras remonto en mi bicicleta. Quizá, pero no voy a discutirlo, no quiero convencer a nadie. Ésa es otra lección de Londres, al menos para este ciclista: convencer es menos importante que convivir.
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  • "El que está cansado de Londres es que está cansado de la vida", dijo el escritor Samuel Johnson. El autor del artículo, novelista chileno, así lo confirma mientras avanza por las calles y pedalea.Una ruta de tradición y nubes movedizas en la capital británica
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  • Pasión por Londres en bicicleta
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