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  • Resulta imposible visitar la ciudad de Valencia sin ir a verla. Y deponer -como se dice de una actitud rebelde- tu mirada sobre ella. La Lonja es el edificio (monumento, lugar, parte) sin duda más bello e interesante de cuantos propone la capital de la Comunidad Valenciana (el otro es la capilla de los Cruzados de San Juan del Hospital), sobre todo tras su reciente limpieza. Pulida, enlucida a fondo, por fin destacan al detalle sus cualidades artísticas. Este sublime palacio, construido en la alta Edad Media, está frente a otra maravilla, el Gran Mercado Central, y detrás de la insólita plaza Redonda (una de las pocas en España y cuya peculiaridad merecería un artículo para ella sola). Su ubicación, equidistante tanto del centro como del casco antiguo -el célebre barrio del Carmen, actualmente en reforma- le da, además, un estatuto estético aduanero, por decirlo así, conforme al deseo inicial de los notables promotores del proyecto, que buscaron representar el "Honor y ornament de esta insigne ciutat". La Lonja fue levantada delante de la iglesia de los Santos Juanes como baluarte histórico del reino valenciano y vitrina milenaria de su continua prosperidad. Allí, en el salón de Contrataciones, se realizaban las transacciones mercantiles y los acuerdos comerciales importantes. La decisión fue tomada por el Consejo Municipal en 1482. La obra -siguiendo el modelo de la Lonja de Palma de Mallorca- sustituyó a la antigua, insuficiente para el auge de la provincia y la creciente riqueza de los campesinos. Al principio se encomendó al maestro cantero Pere Compte, aunque sucesivos albañiles se sucedieron hasta el siglo XVI edificando El Consolat del Mar y la Torre. Un mundo cruel y ambiguo Por una gran portada de arco se accede al jardín, con fuente clásica, limoneros y naranjos, pero cuyas decoraciones escultóricas adentran sin querer al visitante en el mundo cruel y ambiguo de El Bosco. Un niño, de visita escolar con su clase y profesores, gritó al grupo: "En el muro hay un hombre cagando", y todos se volvieron, riendo pasmados, a verlo. En efecto, llaman la atención los motivos zoomórficos, humanos, vegetales o escatológicos esculpidos. Figuras y rostros terribles afloran multiplicándose sobre fachadas, portales y ventanas del edificio, no sólo en el patio interior, mostrando alegorías del vicio, pecados lujuriosos capitales o veniales. Ornamentos sorprendentes, como forma de conjurar el miedo al manejo inconsiderado de piedras preciosas, oro o monedas en los negocios materialessobre una Taula de camvis. Contemplando algunos monstruos, ciertas poses obscenas, viene a la mente lo que decía William Blake en Las bodas del cielo y del infierno: a fuerza de mirar el abismo, se acaba por caer en él. Al conjunto de ventanales exteriores, con arquillos y frisos, se añadieron bustos y diversos personajes. No es difícil imaginar los torneos, celebrados en la explanada terrosa -cuando aún no existía el mercado- junto a una mezquita y muralla musulmana (destruidas luego) donde, en presencia de reyes y nobles, el pueblo asistía a las ceremonias y ritos, ajusticiamientos o tormentos. Allí se quitaba la vida públicamente a los ladrones y asesinos. La Lonja ha sufrido cambios sin importancia a lo largo de los siglos: el más significativo, el del torreón coronado con almenas. Fue declarado monumento nacional en 1931, e incluido en 1966 en la lista del patrimonio mundial de la Unesco. Sin embargo, más allá de símbolos memoriales o heráldicos, lo mejor de La Lonja es, y pese a sus armonías o relieves góticos puros, su indiferente monumentalidad. Un extraño sentimiento conmueve sin saber por qué al atravesar su portón. Ocho grandes columnas, entorchadas y terminadas en forma helicoidal difundidas en las bóvedas, abren la gran sala a un espacio impresionante. El volumen cúbico, las proporciones simétricas, aristas, perspectivas que encajan grandes espacios y rincones, parecen dibujar desnuda una mecánica celeste invisible. Tal despojamiento soberano hace pensar en las celdas de los poetas místicos, en este caso naturalmente agrandado. La analogía no es gratuita ni retórica. Sin ser un lugar tipificado para uso exclusivo de algún grupo social (secta, cofradía, gremio), el recinto, la nave central, configura una especie -si eso existiese- de espiritualidad laica. Al poco de entrar se respira realmente ese aire, ese vacío envuelto y protegido percibido a veces en una catedral. Pero aquí sin su sentido religioso, sino económico, guerrero, y asociado a un tiempo infinitivo. No en balde el lugar vinculó al ciudadano con el tráfico comercial, tribunales mercantiles y actos de armas (posteriormente, durante muchos años, fue centro para filatélicos los domingos). Ecos del amor cortés La estructura es similar a la de una iglesia, pero ningún objeto litúrgico o de culto viene a entrabar nuestra mirada. Toda ella rebota contra las paredes y ángulos. No existe intimidación moral. Falta -y por instantes uno la busca quizá desconsolado- la cruz. A ello suple, al cabo de un instante, una sensación sensual, casi erótica, que sugiere épocas olvidadas -o vencidas- del amor cortés, el del gesto cómplice, roce elegante y signos tácitos a distancia. Como si en la Lonja carne y piedra coincidiesen como las dos caras de una moneda haciendo presente una temporalidad aún no captada por las máquinas productoras de objetos idénticos, en serie, y diferenciando claramente el valor en el uso de una cosa de su valor de cambio. Nada es aquí imaginario ni permite imaginar. Ésa es sin duda la belleza de su secreto. Maravillarse, sorprenderse, hacer fotos, buscar el rincón ideal o aquel que debería recordarnos el brillo, precio o diversión de algo pasado para guardar en la memoria resulta inútil. No es un monumento para recordar, sino para vivir. Palparlo, sentirlo, olerlo. En la Lonja, parafraseando a Baroja, "la soledad que en ella encontramos es la que llevamos con nosotros dentro". Al pisar sus baldosas, por ejemplo, el empedrado parece acariciar la planta de los pies. O como si viéramos algo que no está en ella, aunque sí retornando hacia dentro. Al salir, para desalterarse de la emoción, detrás del palacio hay una placita acogedora, actualmente de moda, con cafés-terraza y árboles. Veinte metros más lejos, una tienda de diseño gráfico y decoración doméstica -a mil años luz del paseo anterior- rara e hipermoderna llamada Shop-Suey propone artilugios increíbles a precios elevados, pero vale la pena echar un vistazo. Por los alrededores, un rosario de callejuelas muestra cosas diversas -utensilios de cocina, abanicos, telas estampadas- tradicionales de la artesanía y el arte culinario característicos de la comarca.
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  • Visita al monumento donde Valencia encuentra un fiel reflejo de su historia
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  • La mecánica celeste de la Lonja
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