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  • Como un anillo de cuentas encaladas, una docena de pueblos de blanco impoluto y luminosidad cegadora circunvalan el parque natural de las Sierras Subbéticas, en plena campiña cordobesa. Cabra, Carcabuey, Luque, Almedinilla, Zuheros, Lucena, Priego de Córdoba... se asoman al entorno de este privilegiado espacio natural andaluz como eslabones de una cadena de cal y adobe en la que la simplicidad de la arquitectura popular reduce la necesidad de interpretación a dos sencillos planos: el horizontal de tejas de cañón y paredes enjalbegadas que dan forma al urbanismo típico, y el vertical de los campanarios barrocos de sus docenas de iglesias y torres almenadas de unos castillos que evocan tiempos de mayor esplendor. Castillos e iglesias de recargada ornamentación los hay en todas las localidades de esta ruta barroca por la campiña de Córdoba, pero donde mayor concentración alcanzan es en Lucena, la capital económica de la comarca, y en Priego de Córdoba, que tiene en común con la capital provincial no sólo el apellido, sino también un barrio de aire hispano-musulmán tan coqueto y apañado como el de Córdoba capital, aunque mucho más reducido. Al barrio antiguo de Priego lo llaman La Villa y se ubica entre las murallas del castillo y el balcón del Adarve, un cantil que se asoma al río y que protegía a Priego de incursiones indeseadas. La Villa es la heredera directa de la vieja ciudad musulmana de calles laberínticas y estrechas, de sombras gratificantes que ayudan a huir del sol de plomo que funde a mediodía la campiña andaluza, de ventanas cuajadas de macetas y de muros que se abomban bajo el peso de manos y manos de cal aplicada con esmero desde hace siglos cada primavera para reinventar la lozanía de una cuadrícula de callejas que ha sobrevivido milagrosamente al paso del tiempo y que nos permiten paladear el sosiego de una vida pasada. Menos lozano se muestra el castillo de Priego, una gran fortaleza que, a diferencia de otras de la zona, no ocupa ningún risco altanero de difícil acceso, sino que se levanta en mitad del pueblo. La torre del homenaje asombra desde fuera por sus dimensiones, pero por dentro está pidiendo con urgencia una mano reparadora que le devuelva el boato que tenía a finales del siglo XVII, cuando, bajo el mando del duque de Medinaceli, Priego se convirtió en un gran centro sericícola que exportaba tafetán y terciopelos a media Europa y buena parte de las Indias. De aquellos tiempos procede la mayoría de palacetes, casas señoriales e iglesias que engalanan la ampliación dieciochesca de Priego en torno a la calle del Río y a la carrera de Álvarez. Un paseo por ellas es una lección de arte acerca del más delicado barroco andaluz, identificable en una portada de columnas salomónicas, en un retablo de pan de oro o en los trabajos de rejería que decoran balcones y ventanas de la calle del Río. En el número 33 de esta vía nació, por cierto, Niceto Alcalá-Zamora, en una finca hoy convertida en museo sobre la vida de quien llegó a ser presidente de Gobierno de la II República. La capilla del Sagrario Pero donde más se nota la pátina barroca de Priego es en sus iglesias. Hay muchas, y todas interesantes -San Francisco, San Pedro, el Carmen, la Aurora-, pero si es necesario destacar una, no hay duda: la iglesia de la Asunción, cuya capilla del Sagrario está considerada un hito del barroco español. El oratorio es obra del arquitecto Francisco Pedradas, quien la remató en 1784 con una soberbia cúpula gallonada en la que la sucesión de ventanales crea unos juegos de luz que magnifican los grupos escultóricos que la decoran. Para rematar esta orgía barroca que es un paseo por Priego conviene llegar hasta el final de la calle del Río y admirar la Fuente del Rey, un sorprendente conjunto de estanques escalonados, esculturas alegóricas de dioses mitológicos, mascarones, fuentes y caños de agua más propios de un palacete versallesco que de un pueblo andaluz. Pero por algo el barroco fue la era dorada del exceso. Lucena, al otro lado de la sierra subbética, es el motor económico de la comarca gracias a la pujanza de su industria del mueble y al sector servicios. También aquí parece que alguien hubiera salpimentado el núcleo histórico con iglesias y palacetes, sólo que en Lucena el aliño no es tan compacto en torno a un barrio concreto como en Priego, sino que los hitos barrocos que han hecho de la localidad otro gran emporio histórico-artístico cordobés se alternan en todo el recinto intramuros con otras fincas más modernas. El cogollo monumental se sitúa en el castillo del Moral y el Coso, antigua plaza de armas. La fortaleza es heredera de la musulmana del siglo XI y muestra aún dos buenas torres, una rectangular donde estuvo preso Boabdil el Chico y en la que ahora se ha instalado el Museo Arqueológico, y otra octogonal, actualmente en reforma, que pertenece a la ampliación del recinto como residencia palaciega de los señores de Lucena. Desde allí hay un paso hasta la iglesia de San Mateo, un buen ejemplo de la transición entre el gótico y el Renacimiento, en cuyo interior se puede admirar un excelente retablo manierista y una capilla barroca de excepcional factura también dedicada al Sagrario. Un poco más abajo queda el convento de la Madre de Dios, donde los pocos frailes franciscanos que aún lo habitan no tienen inconveniente en mostrar al público -de ocho a nueve de la tarde- el claustro del conjunto monacal para que los visitantes puedan disfrutar de una de las delicias del barroco andaluz de Lucena. Quienes no estén por la labor de visitar más iglesias tienen información en la oficina de turismo para seguir otras rutas más terrenales. Como la del vino de Lucena, incluida en la denominación de origen Montilla-Moriles, que incluye bodegas y bares donde ver el proceso de elaboración o deleitarse con sus sabores afrutados. La del aceite, que empieza en el mar verde-plata de los olivares que rodean la ciudad y termina en alguna almazara. O la de la artesanía del bronce y el barro -los velones de bronce de Lucena o las tinajas aceiteras eran famosos en todos los mercados-, actividades gremiales en las que tuvo uno de sus pilares económicos hace décadas una ciudad como Lucena, la segunda urbe más poblada de la provincia de Córdoba y con una intensa vida cultural, que tiene en el Festival Internacional de Jazz su máxima expresión. Muros eternamente blancos Si trazáramos una línea recta entre Lucena y Priego y con ella completáramos un triángulo equilátero, el vértice norte de la figura lo ocuparía Zuheros, uno de los conjuntos de fortaleza y pueblo blanco más pintorescos de la provincia. Enriscada de forma casi imposible en un peñón vertical desde el siglo IX, con sus muros eternamente blancos y perfilados por la cenefilla, esa línea de tintura de nogalina con la que los vecinos delimitan las paredes y el suelo, la antigua Sujaira hispanomusulmana parece como si vigilara aún el flanco septentrional de la sierra, esperando ver aparecer en lontananza, en vez de ejércitos de olivos, mesnadas de sarracenos y cristianos a la gresca. En Zuheros, como era de esperar, todas las viviendas son pequeñas, frescas y encaladas. Todas menos una: la Casa Grande, hacienda de gentes pudientes que más tarde pasó a manos municipales y que hoy alberga el Museo de Costumbres y Artes Populares Juan Fernández Cruz. En este punto merece la pena dejar el coche y seguir a pie por las calles curvilíneas y angostas de Zuheros, un urbanismo no muy diferente al que tenía cuando fue arrebatada a sus pobladores por Fernando III y cedida a la familia de los Fernández de Córdoba. El destino del paseo es la plaza de la Paz, la exigua plataforma central donde se asienta el único gran espacio horizontal de la villa, al pie del castillo y de la iglesia parroquial de la Virgen de los Remedios, para cuyo campanario los canteros cristianos ni se molestaron en reemplazar los sillares del antiguo minarete musulmán. En una tierra llena de castillos, el de Zuheros impresiona como pocos. Quedan torres, muros y estancias de un antiguo palacio renacentista añadido con posterioridad, pero lo que más sobrecoge es la pericia de orfebre con la que lo engarzaron a los relieves del farallón rocoso. Aunque la vista de la interminable campiña de olivos desde el balcón de la plaza reconcilia al visitante con la postal más sugerente de Andalucía, para captar la fotografía más famosa de Zuheros hay que seguir subiendo un poco más, en dirección a la cueva de los Murciélagos, y parar a mitad de subida en un mirador acondicionado a la izquierda de la pista. La vastedad del horizonte encoge el alma. Luego, siempre cabe terminar el ascenso y darse un garbeo por las entrañas de la sierra en esta famosa cueva, que además de murciélagos alberga una buena cantidad de figuras calcáreas y está acondicionada para la visita. Más sano, pero más cansado, claro, es hacer el mismo recorrido pero por el sendero del río Bailón, que asciende serpenteando entre cantiles y barrancas desde el barrio viejo de la villa hasta el corazón de la sierra. De una u otra manera, a los pies del viajero se desplegará la más gratificante vista de la campiña cordobesa, mansa de formas, verdinegra de olivos, revocada de yeso, con sus iglesias barrocas y sus torres almenadas sobresaliendo como cuentas de cal y adobe. Consulta la guía de Andalucía
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  • Una placentera ruta entre paredes encaladas y el perfil verde de las sierras subbéticas
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  • Pueblos barrocos en la campiña cordobesa
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