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  • No imagino ciudad más fascinante ahora en Europa que Berlín. Después de haber sido una de las ciudades más activas y descollantes a principios del siglo XX, fue luego destruida en la II Guerra Mundial y después fracturada, rota, avasallada, humillada y cercada por un oprobioso muro que es ya memoria, pero del que quedan en la ciudad ostensibles huellas en forma de recordatorio y, yo diría, en forma de herida no cicatrizada del todo. Aún quedan solares vacíos en lugares insospechadamente céntricos que recuerdan que no lejos de allí pasaba el muro y que hacen que el caminante piense en lejanos escenarios de temible dolor que la imaginación desea reinventar (la fabulación solitaria juega porque sabe que la pesadilla real ya ha concluido). Pero -en apariencia al menos- Berlín invita hoy, de hecho, a recrearse en una ciudad nueva que parece haber superado limpiamente los horrores del pasado. Los esplendores arquitectónicos de Potsdamer Platz -¿excesivos?- indican que Berlín no quiere arrodillarse ante su pasado, y menos ante el erial en que la posguerra fría convirtió esa plaza legendaria, pintada con brillo prebélico y luces inolvidables e inquietantes por Ernst Ludwig Kirchner. La restauración del Reichstag -el divo Norman Foster ha implantado allí una cúpula desde la que se ve todo Berlín y para la que suele haber colas interminables-, también mira hacia el futuro y aleja de la memoria la historia trágica de ese edificio. La elegante avenida Unter den Linden revela un pasado majestuoso y es capaz de provocar una instantánea sensación de acogimiento soberano en cuanto sus frondosos tilos dan sombra mientras el sol aprieta (si es otoño, el lujo ocre y amarillo dora las aceras y el ensueño crece y se apodera del alma vagabunda). La celebérrima Puerta de Brandeburgo al final del paseo sugiere ahora serenidades incompatibles con hórridos pasados. Arquitectos más tranquilos han dejado su huella allí, y el resultado es más soñador que avasallador. La Humboldt Universität, en el otro extremo del paseo, con su vetusta magnificencia, nos dice: aquí enseñaron Fichte, Hegel, Albert Einstein y Max Planck (¡y aquí estudiaron Marx y Engels!). Y, sin embargo, cualquier visitante puede exigir de esta ciudad que vuelvan a hablar sus heridas ahora casi cicatrizadas. La más clamorosa herida tiene que ver, claro está, con el horror nazi, fraguado y ejecutado en buena medida en esa ciudad. Por fin, un monumento recuerda a las víctimas del Holocausto con la generosidad debida. El arquitecto Peter Eisenman ha concebido una extraña ciudad mortuoria que obliga a pensar con emociones cruzadas -cementerio, campo de concentración, angustia, laberinto, callejón sin salida- en los inocentes salvajemente asesinados. Es como una pequeña ciudad sombría, como sombrío fue el destino de aquellos a quienes conmemoran esas lápidas, que son muros, que son callejuelas, que son, en definitiva, la terrible e injusta muerte denunciada y, al mismo tiempo, la redentora piedad reclamada. Scheunenviertel, la judería Pero también el visitante se puede encontrar dos minúsculas placas en la acera de una calle cualquiera del Scheunenviertel (la deliciosa e hipnótica judería berlinesa) en la que figuran los nombres de dos judíos arrebatados de sus casas por los nazis para llevarlos al suplicio y muerte de los campos. Gran emoción, sin duda; sima del pasado, mejor dicho; herida abierta..., allí están los taconeos de aquellos asesinos, sus vozarrones, sus pistolas, su tan inimaginable impiedad, y allí también están el estupor y el horror de los indefensos deportados que aún parece que solicitan ayuda (esas plaquitas los representan con persistente y justa memoria). Pero hay más en esa ciudad, un más callado y agazapado, si se quiere, incluso hasta enterrado. En una bella plaza -Bebel Platz- podemos recrearnos en su neoclásica belleza y quedarnos extasiados ante las armonías arquitectónicas y su forma de alimentar los placeres y los sueños humanos. Pero ¿qué ocurre si recordamos que allí se celebró la más bárbara de las orgías, la quema de libros que bendijeron con algaradas terroríficas los que pronto matarían a tantos y a tantos, judíos y no judíos? Sigamos. Si paseamos un atardecer cualquiera por Wilhelmstrasse, después de haber visitado conmovidos el citado monumento al Holocausto, nos damos cuenta de que estamos recorriendo una calle apenas sin gente, un tanto espectral, en la que descuella un edificio que parece un edificio ministerial más, un tanto intimidante a esas horas, con nadie en la calle y ya escasa luz. ¿Qué tiene de particular ese edificio? Pasa de largo, viajero, no investigues, no preguntes, no recuerdes, no hurgues en las heridas, ya has tenido bastante con esas callejuelas del monumento al Holocausto en las que parece oírse aún el inacabable suplicio. Pero las preguntas no pueden pararse y la investigación se emprende, y en ese edificio (entonces el Ministerio del Aire, ahora la sede del Ministerio de Economía), precisamente allí, tuvieron lugar algunas de las reuniones más importantes de los que planificaron el asesinato de los que yacen simbólicamente unos metros más allá. Una foto impresionante lo recuerda en un libro impresionante -Paul Spigel, Spuren des terrors (Las huellas del terror), Verlagshaus Braun, Berlín, 2002-: una parada militar en esa misma calle, ante ese mismo edificio, ante uno de los carniceros -Hermann Göring- de aquel régimen esencialmente terrorista y asesino. Vitalidad elegante y juvenil Así es Berlín hoy, una ciudad de luces y de sombras, en la que podemos sencillamente recrearnos con sus nuevas y viejas lindezas, en barrios maravillosamente atractivos como Prenzlauerberg, rescatado de las sombras comunistas, insuflado de una vitalidad elegante y juvenil, pero en la que también podemos sumergirnos en sus lóbregas cavernas, no tan ocultas si se molesta uno en descubrirlas. Lo asombroso es pensar que el fin de la guerra no trajo a esta torturada ciudad la paz, sino otra clase de guerra. Berlín es muy locuaz al respecto. Fijémonos en el museo que nos informa sobre la construcción del muro (Gedenkstätte Berliner Mauer), en otra parte muy distinta de la ciudad (Bernauerstrasse). El muro convertido en monumento, con una genial decisión de los que lo han concebido, y el museo que nos habla de los que murieron por no querer vivir bajo otra nueva tiranía, la que levantó ese muro y ordenó tirar a matar a todos los que quisieron no vivir bajo esas botas, tan semejantes a las de los nazis. Coronas de flores por aquí y por allá, un cementerio enfrente, los que murieron injustamente, otra vez las víctimas, otra vez la memoria obligándonos a reflexionar y a callar (no sabemos rezar). Así es Berlín, así son algunas de sus terribles heridas, así es su extraña fascinación y así será en adelante de no ser que el olvido llegue un día a conquistar el corazón de todos los que la habitan, la visitan o, sencillamente, la aman. - Ángel Rupérez es autor de Vidas ajenas (editorial Debate, 2002).
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  • Pasado y presente, entre el monumento al Holocausto y el barrio de Kreuzberg
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  • Berlín, en constante movimiento
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