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  • Sonaban las nueve campanadas en la mañana fresca y transparente cuando alguien habló del mudo o, lo que es lo mismo, surgió la leyenda del joven pastor que en la Guerra de la Independencia se arriesgó en una visita a su amada y fue detenido por sospechoso. Interrogado y sin nada que confesar, pero temeroso de decir algo inapropiado sobre sus vecinos, el muchacho se mordió con fuerza la lengua, cercenándosela. Un oficial francés, viendo tal coraje, decidió ponerlo en libertad, y el pastor se arrastró hasta una de las entradas de la muralla, aunque no logró pasar de allí, pues murió desangrado. Desde entonces, al portal de poniente se le llama portal del Mudo. El portal del Mudo es una de las siete entradas que tiene la muralla de Sos, una villa que no llega a los mil habitantes cuyo origen se remonta al siglo X y cuyo nombre señala que este lugar hermoso se asienta en lo alto, sobre la montaña. Sos, al norte de la provincia de Zaragoza, pertenece a la comarca de las Cinco Villas. Si se llega desde Sangüesa (Navarra), su imagen en el horizonte es la reencarnación de un reino mágico, y si quien viaja viene por el camino de Aragón, su silueta se muestra esquiva, a la vez que abrumadora e inesperada. Pero a Sos hay que mirarla también de frente, desde el santuario de Valentuñana, en el valle colonizado de robles y carrascas que se encuentra a sus pies, y celebrar su sobriedad majestuosa. Éstos son sus perfiles en la lejanía, pero ya de cerca, el mestizaje de casas solariegas y populares, de balcones y rincones, de portalones seculares y aleros labrados, de ventanas góticas y renacentistas, de calles empinadas y estrechas con su empedrado antiguo, confirma que éste es un lugar diferente, abrazado por una calma y un silencio de antaño. Sos se llamó del Rey Católico por una orden de Alfonso XIII que certificó lo que la tradición ya nombraba, que allí nació Fernando, el rey que se casó luego con Isabel. Como ningún nacimiento real se deja al azar, cuando la madre del futuro rey, Juana Enríquez, se encontraba en Sangüesa a punto de dar a luz, decidió, por cuestiones hereditarias de corona, trasladarse a Sos, a la casa de la familia Sada. La tradición ha señalado el itinerario de la reina, y ha sido ésta la que ha dado nombre a otra de las entradas de la muralla. El portal de la Reina es el mejor conservado: altivo, con dos puertas y con almenas y matacanes respetados por el tiempo. Resulta paradójico que esa reina embarazada recorriera las calles del Barrio Alto buscando acogida, pues allí vivían los judíos, allí tenían sus casas y de allí serían expulsados por el hijo que llevaba en sus entrañas. En Sos se ven claras las cruces de converso cinceladas en las casas de la judería. En el Barrio Alto, los vecinos dan conversación y cuentan historias. Hablan del frío, del cielo claro que no admite nubes, de lo que mide el sol y las sombras en las calles estrechas, del silencio y de la soledad del invierno. "El censo no sé en cuánto estará, pero aquí en invierno no dormimos más de 400", certifica el conversador más anciano. También hablan del rechelao, que es como llaman los vecinos de Sos a ese viento del Cierzo que sopla y suena en lo alto, en la explanada de la iglesia de San Esteban, en el muro noroeste de la fortaleza; allí el rechelao se pronuncia poderoso. La iglesia de San Esteban es un placer del románico al que el gótico le añadió algún carácter y el barroco adornó con retablos. En esta iglesia, en la cripta de Santa María del Perdón, hay una manifestación policroma con predominio del rojo que sorprende por su conservación. Fue en la terraza San Esteban, que se abre al valle de Onsella, donde un vecino me habló de la comarca de las Cinco Villas, que en su origen comprendía Sos, Sádaba, Tauste, Uncastillo y Ejea de los Caballeros; narró conquistas y señaló fronteras árabes. También nombró a reyes navarros y aragoneses y a la reina Estefanía. Citó lugares legendarios y paisajes apenas habitados, y así fue que otro día quise discurrir por el paisaje de la conversación. Vestigios romanos Atravesé valles y montañas desiertos hasta llegar a Mamillas, el pueblo deshabitado donde sólo durante el día están las voces de tres hermanos, y me dieron de beber en Sofuentes, donde hay vestigios romanos. En Castiliscar, la iglesia desierta contiene el tesoro de un sarcófago del siglo IV, y anduve visitando Sádaba y sus calles y la iglesia de Santa María. Seguí viaje hacia Uncastillo, pero me detuve antes en un mar de ocre. En un paraje desierto de campos de cebada que atrapaba el horizonte, allí se alzaba el mausoleo romano de los Atilios, una familia poderosa de aquel tiempo. Queda en pie su fachada de piedra arenisca y las guirnaldas que la adornan. Los restos del siglo II parecen sobrevivir a la eternidad. Fue allí donde me encontré al hombre de la bicicleta. "Cuando era niño, mi padre araba el campo de aquí al lado y yo me sentaba a mirar este monumento preguntándome quiénes y cómo serían los que pusieron esto aquí". "Ya ve", prosigue, "cuando vengo a pasar unos días no puedo resistir la tentación de acercarme para hacerme la misma pregunta". Hay tantos porqués en un viaje. Por qué ese enclave romano de Los Bañales que se encuentra en el camino que lleva a Layana, con sus dos columnas toscanas recibiendo al visitante; por qué hay hasta siete iglesias en Uncastillo, un lugar declarado conjunto histórico artístico, de calles intrincadas, que contiene tesoros guardados que se muestran al viajero al visitar la iglesia de San Martín de Tours. Por qué hay tanta belleza y tan poca gente contemplándola. En la carretera que conduce hacia Biel, después de dejar atrás Luesia, un camino cada vez más angosto que se ha ido encerrando entre montañas, una tormenta de gota gorda es la sorpresa que hace brillar el bosque. El paisaje se ha vuelto oscuro, pero el matiz de los verdes rejuvenece el monte, que se esponja y recoge avaricioso la lluvia. En el restaurante de Biel, todos parecen viejos conocidos, tal vez cazadores de antiguo o gente de las cercanías; allí hablan de la magnífica judería y de que en el siglo XV, más de dos tercios de su población era judía. Afuera, una lluvia inusual pone música a las palabras. Por la noche, ya en Sos del Rey Católico, sentada en el muro que rodea la iglesia de San Esteban, con el rechelao apaciguado en su velocidad pero intransigente en su temperatura, me despido del paisaje y recorro las calles desiertas sumergidas ya en el anochecer. Al cruzar la judería, uno de los vecinos me reconoce y saluda con la mano mientras dice: "Nos veremos de nuevo, pues a Sos uno siempre vuelve".
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  • Sos del Rey Católico y otros enclaves históricos al norte de Zaragoza
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  • La villa de las siete puertas
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