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  • A medio camino entre Navia y Luarca, en pleno corazón del occidente astur, un par de senderos en apariencia insignificantes invitan al viajero a descubrir uno de los pueblos más encantadores y recoletos (el asturiano de pro diría "prestosos") de la cornisa cantábrica. Puerto de Vega aún aspira a ser un secreto bien guardado por esos 2.000 paisanos escasos que lo miman, pintan de blanco reluciente y lo tienen como una patena. La localidad ha sido, en efecto, un asentamiento volcado en el mar desde mucho antes de lo que alcanzan a recordar las memorias de los más viejos. El paseo del Baluarte y el mirador de la Riva, que regalan vistas azules y aromas de salitre, están flanqueados por cañones balleneros, el negocio que más prosperidad otorgó a este confín durante varias centurias. No en vano Vega fue durante el siglo XIX puerto de cabotaje y primera aduana asturiana, y el paseante podrá admirar a pie de calle las impresionantes quijadas, a razón de cuatro metros por pieza, de algún cetáceo que no bajaría de las 30 toneladas en la báscula. La comunión del paisanaje con los océanos es tal que en el lugar se conserva alguna tradición deliciosa, como la de rendir tributo durante las fiestas patronales de la segunda semana de septiembre no a la chica más estilosa ni al mejor cocinero de ricas viandas, sino al marinero más veterano del pueblo. Claro que la patrona, Nuestra Señora de la Atalaya, también tiene mucho que ver con las faenas marítimas: según la tradición, una talla de esta Virgen salvó a unos pescadores de un serio apuro al calmar las olas en medio de una furibunda tempestad. A los ojos del foráneo, el mayor motivo de envidia recae en ese par de gozosas playas que flanquean la población a este y oeste, ambas con la condición de espacios naturales protegidos. A la izquierda, casi ya acariciando la costa de Navia, el arenal de Frexulfe ofrece cerca de un kilómetro para el esparcimiento familiar y la práctica del surf y otros deportes náuticos. Todo muy bonito, en efecto, pero el verdadero tesoro para paseantes y bañistas se esconde justo en la dirección contraria. Barayo es un vergel ignoto al que se accede por un sendero muy agradable, media hora escasa de caminata entre sauces, alisos y, con un poco de suerte, ardillas. Nadie ha desfallecido, que se sepa, por patear tal vereda, pero el paseo resulta lo bastante disuasorio para el visitante perezoso. Resultado: Barayo sirve de paraíso privado para unas pocas decenas de visitantes diarios y espacio para el naturismo. Visita a la lonja De regreso, en Puerto de Vega conviene no perderse pequeños placeres, como su lonja de pescado, un edificio azulísimo fechado en 1928; el plácido encanto del parque de Benigno Blanco, o una fotografía, en compañía de aquel o aquella que más se lo merezca, en un rincón centenario: la plaza de Cupido. Antes o después será inevitable toparse con la calle de Jovellanos y la casa donde murió tan ilustre "magistrado, ministro y padre de la patria", como reza la placa conmemorativa. Enfermo de pulmonía, el bueno de don Gaspar Melchor vio el fin de sus días en noviembre de 1811, cuando, cobijado en la casa de los Trelles Osorio, procuraba escabullirse de las tropas invasoras francesas. Tras echarle un vistazo al casino, curioso y refrescante ejemplo de arquitectura indiana, se impone caminar pueblo arriba hasta la iglesia de Santa Marina, una construcción dieciochesca tan coqueta y encantadora que ha ganado fama como ejemplo destacado del barroco rural. Su media docena de retablos y esa torre, solitaria y esbelta, bien merecen el paseo. Puerto de Vega también cuenta con un gozoso museo etnográfico, ubicado en la antigua fábrica conservera de La Arenesca, lleno de recuerdos de este enclave cantábrico, marinero y emigrante.
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  • Esencias marineras en Puerto de Vega, en el occidente de Asturias
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  • El confín de los balleneros
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