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  • El Arlanzón y el Arlanza son dos ríos humildes, no muy caudalosos, cuyo nombre resuena en los versos del romancero. Pero ambos ríos no sólo pertenecen a la Castilla legendaria, sino también a la menos literaria de los labradores, ganaderos y mercaderes. En su curso bajo (el que visitaremos hoy) cambian el acento épico por el campesino y riegan enormes tierras campas, fértiles, casi llanas o suavemente onduladas, cuyo aspecto varía radicalmente con las estaciones y el ciclo del cereal: cuando germina, toda la campiña es verde y amable; alzada la cosecha, la monotonía de las rastrojeras sólo se alivia con algún árbol junto a los arroyos o los caminos. Uno se acuerda entonces de las palabras de Gómez de la Serna cuando afirmaba que si no fuera por los chopos, Castilla se moriría de pena. El cereal, la lana y el vino dieron prosperidad a la zona; esto, y quizá el afán por superar en grandeza a los pueblos vecinos, explica que en los siglos XV y XVI se levantaran templos y retablos tan asombrosos como los que encontramos en Pampliega, Santa María del Campo, Mahamud y Villahoz, comunicados por la carretera que une el valle del Arlanzón con el del Arlanza. La iglesia de Pampliega domina el caserío del pueblo y se levanta airosa en mitad de la ladera del cerro. A sus pies, en la vega, destaca el frondoso bosque que flanquea al Arlanzón: una gran mancha verde (la mayor que veremos en nuestro camino) rodeada por tierras de labor. Desde la antigüedad se han cultivado el trigo y la vid, aunque esta última hoy casi ha desaparecido por la filoxera. Pampliega fue importante a lo largo de la historia (por aquí cruzaban varias calzadas romanas, el destronado rey Wamba la eligió como lugar de retiro, y recibió privilegios de Alfonso VII y Alfonso X). La iglesia es del siglo XVI y cuenta con una única nave de bóvedas estrelladas con transepto y una torre (ésta, ya del XVII) a los pies. La joya es su retablo principal, labrado por Domingo de Amberes entre 1552 y 1558, dedicado a san Pedro y trabajado con gran delicadeza y elegancia. Pocas veces se habrá representado con mayor nobleza a los dos ladrones crucificados junto a Cristo, que aquí llaman la atención por su juventud, como si se hubiera ajusticiado a dos muchachos inocentes. La misma dignidad poseen las esculturas de Adán y Eva, a quienes Domingo de Amberes concede casi el protagonismo de un retablo de inagotable belleza . Labradores iguales El siguiente pueblo, Santa María del Campo, hasta el siglo XI se llamaba simplemente Campo, lo que no deja de ser justo, pues en sus alrededores apenas hay un palmo de terreno sin arar. Como si se tratara del escenario de Peribáñez o Fuenteovejuna, Santa María del Campo fue una villa de labradores orgullosos con un alto sentido del honor: todos los propietarios eran iguales, no estaban sometidos a ningún feudo y podían escoger libremente al señor que los protegiera. Los hidalgos que quisieran adquirir la condición de vecinos en la behetría debían renunciar a sus privilegios, pues de lo contrario no se les permitía siquiera pasar la noche. Aquí se estableció durante septiembre de 1507 la fantasmal corte de la reina Juana cuando, un año después de la muerte en Burgos de Felipe el Hermoso, todavía vagaba con su cadáver por Castilla. La antigua colegiata, gótica, con tres naves y claustro, es una obra notable, aunque un tanto destartalada por las ampliaciones que tuvo entre los siglos XIII y XVI. Guarda extraordinarias obras de arte: retablos, sepulcros, tapices, custodia y cruz procesional, púlpito, sillería y varias tablas de Pedro Berruguete fechadas en torno a 1482. El pintor, recién llegado de Italia, demostró en ellas que había aprendido el arte de los renacentistas, especialmente en su representación de la muerte de san Juan. Con todo, Santa María del Campo no sería la misma sin la hermosísima torre que se levanta a los pies de su iglesia colegial. Edificada en 1527 según traza de Diego de Siloé, los canónigos y el concejo no quedaron satisfechos y exigieron un campanario más airoso. Por eso, en 1534, Juan de Salas demolió el remate original y elevó un tercer cuerpo. El nuevo remate se encomendó al famoso rejero Cristóbal de Andino en 1537, pero desgraciadamente se vino abajo en 1755 por las secuelas del terremoto de Lisboa y fue sustituido por el templete actual. En una zona como la castellana, tan apegada a las formas góticas durante todo el XVI, no hay un ejemplo parejo donde el Renacimiento se exprese con la elegancia y elocuencia de esta torre encargada por los labradores de Santa María del Campo. Para el arcángel guerrero san Miguel se levantó en Mahamud una iglesia cuyo aspecto parece el de una fortaleza tosca y amenazante. Estos secos murallones no deben engañar al viajero: el edificio, en su interior, es amplio y elegante, y posee unos retablos extraordinarios. El mayor (1566-1567) se debe a Domingo de Amberes, quien, como en Pampliega, revela un dominio de su arte extraordinario. Todas las figuras están talladas con dulzura, llenas de nobleza. La lucha entre los ángeles y la caída de Lucifer están representadas con una belleza inaudita, se diría que con piedad, por el más bello y más humano de los ángeles. El resto de retablos de la parroquia no es menos interesante y revela la influencia (si no la mano) de Diego de Siloé y Felipe Bigarny. Llegamos ahora a Villahoz. Aparte de los retablos (muy dignos, todos del siglo XVIII), nos interesa especialmente la arquitectura de su iglesia: obra gótica del siglo XVI (salvo la torre, del XVII), con planta de salón. Las tres naves están separadas por pilares fasciculados y enormes columnas sobre las que se teje una rica tracería. Este espacioso interior emociona por su sobriedad y por la armonía de sus proporciones. Es uno de los mejores ejemplos de la arquitectura del último gótico en Burgos. A pocos kilómetros de Villahoz discurre el Arlanza, y junto a él, de nuevo el paisaje se anima con la presencia de los árboles y la vegetación de ribera. Junto a las aguas de este río termina nuestro viaje. Será difícil encontrar otro recorrido donde hallemos, en tan corto espacio, cuatro iglesias tan imponentes.
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  • Por las riberas del Arlanzón y el Arlanza, en busca de cuatro iglesias
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  • Gótico puro entre dos ríos
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