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Sorprende a los que llegamos del sur a Noruega. Cascadas por doquier descienden las laderas, alimentando ríos ricos en salmones y truchas, o vertiendo sus torrentes en los fiordos, entrantes de mar indisolublemente unidos al nombre del país, cuya profundidad tanto en horizontal como en vertical permite el placer de navegar entre montañas. Y, claro, los glaciares, cuya observación es un deleite para el tacto y la vista con sus increíbles tonalidades de azul, y que aquí, en contra de la tendencia general, están en crecimiento.
Sorprende aún más esta abundancia de agua si cuando se viaja es a principios del otoño, con las primeras nieves; ¿qué espectáculo de agua no deparará la época del deshielo a finales de la primavera y comienzos del verano? Ahora, las múltiples tonalidades de verdes que tapizan el paisaje van dejando paso a colores amarillentos y rojizos en las especies de hoja caduca de los inmensos bosques noruegos, tupidos laberintos de troncos y oscuridad, reino de lo misterioso, hábitat de los trolls. Bosques de donde surge la materia prima esencial en la construcción de las casas noruegas, casas de muñecas con sus grandes ventanales diáfanos y todas sus estancias iluminadas, que tanto llaman la atención a un viajero mediterráneo, tan celoso de su intimidad.
Paisajes que logran engullir la mano del hombre, sabiamente ocultada por los noruegos, con su ingente esfuerzo en la construcción de túneles de ingeniería puntera, o en una discreta red de carreteras, cediendo el protagonismo a la naturaleza. Una naturaleza que iniciado el otoño empieza a cubrirse de oscuridad, caminando hacia un invierno con demasiadas horas sin luz, fácilmente evocadoras de la desesperación de El grito, de Munch, pero para el que los noruegos parecen haber encontrado el antídoto, no hay más que observar los escaparates de las agencias inmobiliarias: se venden casas en España.
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