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  • Todo comenzó en marzo de 1961. Josep Mercader anticipaba el desarrollo turístico de la Costa Brava con la apertura de un motel que acuartelara a los primeros veraneantes en tránsito hacia las playas y calas vecinas a Cadaqués, atraídos por el genio extravagante de Dalí y el seny literario de Josep Pla. Quiso el azar que Mercader solicitara permiso para colgar un cartel en la fachada de una casa payesa, a un costado de la carretera de Francia, y reparara allí en un joven de buenos modales a quien requirió enseguida para la plantilla del establecimiento. Con los años, el empleado Subirós desposaría a la hija del empresario y terminaría convirtiéndose en heredero del negocio. Su meticulosidad en los fogones y las enseñanzas recibidas del suegro le han bastado para situar el Empordà entre los destacados restaurantes de Cataluña. Claro es que el entorno del hotel dista mucho de ser el que existía cuando Jaume Subirós iba todos los días a trabajar en bicicleta. La antigua carretera nacional es hoy una calle más de Figueres y otra calzada flanquea al edificio por el otro lado. Aquella baza geográfica juega ahora en su contra: el tráfico molesta a quien escoge desayunar en la terraza, por bien insonorizadas que estén las paredes. Si tocan en suerte las habitaciones traseras, el ruido se percibe únicamente al abrir las balconadas de par en par. Las camas de 80 centímetros no ayudan a mitigar estas incomodidades, aunque las 42 alcobas se sobran en aseo y en pequeños detalles de acogida, más allá de la estética años sesenta que acuña la leyenda familiar del senyor Mercader. Los suelos conservan la textura original de los listones de acacia y sus esteras azules, mientras que los baños deslumbran con unas tecnológicas envolturas en Corian y una utillería diseñada por Philippe Starck. En la misma tesitura racional minimalista, el salón biblioteca y el comedor añora el paso de la generación beat por el hotel, su recueste en los sillones chéster tras un largo viaje en seiscientos, la simpleza nórdica de los aparadores y mesitas de servicio, así como las pinturas del japonés, afincado en Cadaqués, Sikoyama, colgadas sobre el bufé de desayunos, antesala de aquellas láminas que Dalí dedicaba de puño y letra a su querido hotel Empordà. A un costado del edificio se extiende un jardincito cuidado con todo primor por Jaume Subirós y familia. Es su verdadera seña de identidad, aquella que denota su vocación de trabajo y servicio, a la usanza de la hospitalidad belle époque. Aquí a los huéspedes de toda la vida se les recuerda por sus nombres y gustos personales. Algunos incluso disponen de un brazalete de servilleta con sus iniciales guardado en una vitrina, a la espera de su próximo viaje.
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  • HOTEL EMPORDÁ, una leyenda gastronómica camino de la Costa Brava
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  • Hospitalidad de la 'belle époque'
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