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  • El último Premio de la Arquitectura Española -particularmente apreciado en el gremio, porque lo concede el conjunto de la profesión- lo recibió en octubre del año pasado Guillermo Vázquez Consuegra por la ordenación de la fachada al mar de Vigo. Y darse una vuelta por su paseo marítimo no es mala razón para acercarse a ver cómo van las cosas por una ciudad que cambia a velocidad de vértigo -no siempre, hay que reconocerlo, para mejor- y que ofrece uno de los paisajes urbanos más interesantes y elocuentes de España. Vigo, claro, no tiene la solera universal de Santiago, ni las pretensiones burguesas de toda la vida de A Coruña. Pero el premio es una llamada de atención hacia una gran ciudad dinámica, contradictoria, moderna y sofisticada a ratos (o por pedazos). Hay pocas ciudades en España tan bien plantadas en un paisaje que las favorezca tanto. Incluso el fondo de su bahía merece la visita, donde el capitán Nemo, en su Nautilus, recogía bajo las aguas el oro de los galeones naufragados en la sonada batalla naval de Rande contra los ingleses. En Veinte mil leguas de viaje submarino, Verne daba una misteriosa descripción de los alrededores -submarinos- de Vigo: "En un radio de media milla, las aguas estaban impregnadas de luz eléctrica. Se veía claramente el fondo arenoso, toneles medio podridos, cofres desventrados en medio de restos ennegrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas...". No sólo el fondo esconde tesoros; la superficie tiene también sus compensaciones: desde Cangas, por ejemplo, en la otra orilla de la ría, entre el monumental puente colgante de Rande, el Atlántico y las Cíes, Vigo luce aires de gran capital portuaria: afanosa y casi bronca a veces, pero también cosmopolita y aventurera. Una ciudad de belleza áspera que tarda en dejarse querer pero que acaba convenciendo, como una especie de San Francisco o Sidney en miniatura. O no tan en miniatura, porque la ciudad creció sin tasa y a velocidad de vértigo durante el siglo pasado, y a principios de éste es ya la más grande de Galicia (con 300.000 habitantes) y una de las más pobladas de la fachada atlántica de la Península, capaz de hablar de tú a tú con Lisboa y Oporto. Ya desde la segunda mitad del siglo XIX venía siendo el primer puerto de Galicia y uno de los más importantes de España. Fue la puerta de salida -y de regreso, para los afortunados- de la emigración gallega a América, y escala de muchas travesías transatlánticas. Allí se entrevistó el káiser Guillermo con Alfonso XIII, allí recalaron la flota rusa del Báltico y el yate privado de Julio Verne -mucho menos sedentario de lo que se dice-. Vigo fue la primera ciudad europea para muchos recién llegados americanos al Viejo Mundo: en ella amarró, por ejemplo, el barco que traía al Nobel V. S. Naipaul desde su Trinidad natal, durante su primer viaje a Inglaterra. Una ciudad tan abierta, desde luego, no podía dejar de tener una vida cultural notable: Ortega y Gasset asistió en ella a una memorable conferencia de Ramiro de Maeztu que más adelante recordaría como una de las más vivas impresiones intelectuales de su juventud. También recordaría el enamoriscamiento apasionado -sí, Ortega también se enamoriscaba- de su prima Josefa durante sus veraneos adolescentes. Y en su emblemático periódico local, El Faro de Vigo -fundado en 1853 y decano de la prensa española-, publicó más de mil columnas Álvaro Cunqueiro. No sólo el puerto trajo prosperidad. La industria conservera se alió al desarrollo de la flota pesquera, y su empuje -unido a la instalación de fábricas como la Citroën en 1959- explica el crecimiento urbano espectacular durante el siglo XX. Desde luego, no fue siempre armónico, y resultó a veces en anárquicas barriadas de aluvión que han dejado cicatrices difíciles de reparar. La historia del urbanismo vigués es también la de sus cacicadas y fracasos parciales a la hora de dar el estirón. También la de proyectos más dignos. De Antonio Palacios a Gutiérrez-Soto, de Tuñón y Mansilla a Miralles y Aldo Rossi, la ciudad ha sabido ganarse la colaboración de algunos de los mejores arquitectos del siglo XX. Es cierto que a partir del boom desarrollista de los años sesenta muchos edificios cayeron bajo la piqueta de la especulación, pero lo que queda -y más aún, lo que se va construyendo y recuperando- bien merece la visita. Racionalismo pionero Como buena capital moderna, desde los años veinte, Vigo fue una de las pioneras en la introducción del racionalismo en España, y quedan aún muchos edificios excelentes para probarlo de autores como Castro Represas y Jenaro de la Fuente. En 1932, Antonio Palacios -autor del Círculo de Bellas Artes, del Palacio de Correos y otras grandes obras del Madrid moderno- ideó un plan urbanístico visionario. Tanto, que se quedó pendiente hasta la guerra, asustó a las fuerzas vivas y a la municipalidad franquista. Palacios había nacido cerca, en O Porriño, y quiso convertir la capital de su patria chica en una ciudad teatral. Decir teatral es quedarse corto; en realidad, más bien cinematográfica, al más puro estilo Fritz Lang: diseñó una gran puerta a Europa en forma de avenida de rascacielos, hoteles, bancos y consulados que llevase pendiente arriba desde la estación marítima al castillo-consistorio y su gran cúpula (imaginen las bocas abiertas de los recién desembarcados). Palacios pecó quizá de extravagancia. Su plan era tan brillante como desmedido: arrasaba el casco antiguo, pero recogía las ideas del Movimiento Moderno para prever el crecimiento ordenado de una periferia que quedó abandonada a su suerte durante la posguerra. De su metrópoli soñada podemos hacernos una idea al ver algunos edificios que dejó en la ciudad y que están entre sus mejores obras: el teatro García Barbón, sofisticado y monumental; el Banco Viñas-Aranda, un cruce entre Chicago y la Gran Vía. Si el Vigo imaginario de Palacios representa la apertura cultural de la República, su contemporáneo Luis Gutiérrez-Soto -reciclado en arquitecto de la dictadura con obras como el Ministerio del Aire, en Madrid- dejó en Vigo un edificio emblemático del primer franquismo: el teatro Fraga, de 1942. Retoma todos los clichés de la arquitectura con ínfulas imperiales de la posguerra inmediata, pero merece verse su gran sala de baile circular y su imponente entrada: un cruce imposible entre Broadway y el Alcázar. En esa manzana, por cierto, no hace mucho se derrumbó misteriosamente el valioso edificio Odriozola, y se construyen, tras dos años de juicios, 230 pisos de lujo: el ampuloso estilo neopazo hace furor, tras el brutalismo arquitectónico que en los setenta dejó obras como la mole altísima del Ayuntamiento, sobre el castillo de San Sebastián. Así las cosas, el proyecto de Vázquez Consuegra -dentro del plan Abrir Vigo al Mar- es una obra sensata, consciente de la necesidad de "construir menos edificios y hacer más ciudad", en palabras de Luis Fernández-Galiano. Es un plan "callado" que casi "se ausenta para no ser" -dice el proyecto- y que ha recuperado para los ciudadanos dos kilómetros de litoral en pleno centro. En él se ha premiado, más que el autógrafo arquitectónico, la voluntad de integración del conjunto, la elegancia y la racionalidad del mobiliario urbano diseñado expresamente, contando con artistas gallegos como Francisco Leiro o Menchu Lamas. Lo más vistoso quizá sea la recuperación de los jardines de Elduayen, que estaban muy degradados y ahora se han revalorizado y vuelven a ser el paseo de moda. Desde ellos se puede ir caminando hasta perder de vista ese mar al que la ciudad dice querer abrirse al pasar por delante de A Laxe -un mastodóntico centro comercial en primera línea de ría que proyectó en parte Sáenz de Oiza- y alcanzar el barrio de pescadores del Berbés, también rehabilitado y lleno ahora de restaurantes y bares de copas. Después, lo suyo es subir hasta La Piedra, comprar una docenita de ostras fresquísimas a las vendedoras callejeras y meterse en los bares a remojarlas con un buen albariño. Y, desde luego, acabar acercándose a probar el pulpo de la mítica pulpeira del bar del Náutico, el mejor de Galicia según muchos vigueses. Mucho más allá, si se sigue siempre la línea de costa -dejando a un lado Bouzas, un barrio marinero y trabajador, que hasta no hace tanto guardaba en sus tabernas ahumadas las esencias del Vigo industrial-, se llega a Samil, la excelente playa urbana de la ciudad. Antes se pasa por el Museo do Mar, iniciado por Aldo Rossi y terminado a su muerte por César Portela, en una antigua fábrica conservera a pie de agua: su elegante faro es un hito moderno bueno frente al malo de la isla de Toralla, unos kilómetros más al sur, donde un desarrollismo turístico implacable plantó un feo bloque de 21 pisos que las autoridades juran que derribarán, pero que no acaba de caer. En Samil está otra obra de Portela: la Casa de la Palabra. Su azotea se cubre de arena que hace eco a la playa y es un buen mirador sobre la ría y las islas Cíes a lo lejos. Fuera de la ciudad se encuentra el campus de la Universidad, en As Lagoas. Merece la excursión: el conjunto es interesante, como una pequeña ciudad ideal, y son excelentísimos el aulario -como unos palafitos modernos- y la ordenación general, del fallecido Enric Miralles y de Benedetta Tagliabue. El último ejemplo interesante en la lista de buena arquitectura en la ciudad es la reforma interior de la sede viguesa de la Fundación Barrié de la Maza, de Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla -que llega como refuerzo a la oferta cultural del más veterano Marco (Museo de Arte Contemporánea)-. Han propuesto un modelo de "arquitectura mágica" que hace un uso coherente de alta tecnología aplicada a la construcción y el diseño de interiores. En el auditorio, los asientos cuelgan del techo y se hacen bajar a voluntad, y en el patio interior, las placas del parquet del suelo suben con sólo apretar un botón. A Julio Verne, seguro, le hubiese gustado.
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  • Las reformas urbanas realzan el perfil abierto de la mayor ciudad gallega
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  • Vigo se reencuentra con el mar
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