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  • Una persona normal puede viajar en tren desde Milán a Pavía en tan sólo media hora. Pero yo, que suelo preguntarme cómo soy realmente, tardé tres. De Pavía me interesaba la propia ciudad, antigua capital lombarda, de casas señoriales y calles empedradas; el castillo de los Visconti, aristócratas amantes de las artes, y la tumba de san Severino Boecio (Roma, 475-Pavía, 524), quien fue, antes que santo, teólogo, poeta, traductor y filósofo. Y como guinda, la Cartuja, una joya del Renacimiento lombardo situada a cinco kilómetros de la ciudad. Tomé el tren en la estación Central de Milán, y me las prometía muy felices. Pero a la media hora, mientras miraba por la ventana esperando descubrir entre la neblina las torres de las iglesias de Pavía, llegó el revisor, que tuvo la desfachatez de pedirme el billete. Me había equivocado de tren, iba camino de Piacenza, y sólo después de otro tren, un autobús y un par de horas logré llegar a mi destino. Al final, me costó tantos esfuerzos conocer Pavía, la pisé por primera vez con tanta alegría, que no sé si seré del todo objetivo al describir sus encantos. Lo primero que hice, para hacerme con la ciudad y mantener el buen humor, fue subirme a un trenecito turístico. Así, rodeado de niños, entre risas, llantos y gritos, pude comprobar la gentileza de los pavianos, que nos sonreían simpáticamente al pasar. La ciudad, regada por el Tesino y rodeada de plantaciones de arroz, maíz y cereales, se configura siguiendo una cuadrícula romana. En el casco antiguo hay un antiguo hospicio, edificios de arquitectura mussoliniana, una de las más antiguas universidades de Italia y un puente cubierto sobre el río, de época renacentista y todavía en uso. Las calles son anchas, hay paseos arbolados y tiendas de pieles para combatir el frío, y los palacetes y las casas señoriales lucen fachadas en tonos pastel con zócalos de piedra. Y de repente, sobre los tejados se elevan unas altísimas torres civiles de vigía, antaño símbolos de poder de sus dueños. Me bajé del trenecito en la plaza de la Victoria, donde se levanta la catedral, una mole inmensa y algo basta de ladrillo. Callejeé aterido por el frío invernal, crucé una plaza con un animado mercadillo, y visité la iglesia de San Pedro Cielo de Oro, austera, con un gran portón de madera. Aquí se encuentran los restos mortales de san Agustín (354-430), pero yo buscaba otros. En la cripta, bajando unas escaleras, una urna de piedra con forma de cofre guarda los huesos de Boecio, a quien, según la inscripción, le guiaron en vida la fe, la fuerza y la ciencia. Boecio, condenado a muerte por presunta traición a su rey Teodorico, escribió su obra más conocida, Consolación de la filosofía, mientras esperaba en la cárcel la hora de su ejecución por apaleamiento. Boecio, hasta entonces prohombre romano, ahora caído en desgracia, escribía para aguantar los reveses de la fortuna, para no derrumbarse ante la muerte, para no ser humillado por los poderosos. Cerca de la iglesia se encuentra el castillo de los Visconti, del siglo XIV, una imponente fortaleza de ladrillo rojo rodeada de un foso cubierto de hierba. En torno a un amplio patio porticado aloja las dependencias de los museos municipales. En la pinacoteca Malaspina hay obra de Vincenzo Foppa, Bellini, Borgognone y Antonello de Messina. El célebre cuadro atribuido al pintor italiano del settecento Gherardo Poli representa la batalla de Pavía, que enfrentó el 24 de febrero de 1525 a españoles y franceses. La victoria de las tropas del emperador Carlos V sobre las del rey Francisco, quien fue apresado, aseguró el dominio español en la península Itálica. Estilos superpuestos Para la tarde había dejado la Cartuja de Pavía, que es en la actualidad un monasterio cisterciense. Fue fundada en 1396 por Gian Galeazzo Visconti, miembro de la familia que convirtió Pavía en una de las ciudades más poderosas de la región en el siglo XIV. En la espléndida fachada de piedra labrada, decorada con una ornamentación profusa, se suceden los estilos gótico lombardo, renacentista y barroco. En el interior, además de los frescos y las enormes columnas nervadas, destacan los monumentos funerarios. En una nave encontramos el del fundador, un Visconti, y en la nave opuesta, el cenotafio con las esculturas yacentes de Ludovico el Moro y Beatriz del Este, de los Sforza. En la Cartuja, la falta de piedra excitó la imaginación de arquitectos, artistas y artesanos, que se valieron de trampantojos, enfoscados e imitaciones para esconder el ladrillo y otorgar grandiosidad al monasterio. Cerca de la tienda en la que los cistercienses venden con gesto aburrido tisanas, licores y plantas medicinales, se puede ver a través de una ventana el magnífico claustro, rodeado de las celdas de ladrillo de los monjes. Mientras regresaba a Milán en tren, esta vez sin sorpresas, reflexionaba sobre algunas palabras de Boecio, aquel filósofo que se enfrentó a la muerte con valentía: "¿Y quién tiene derecho alguno sobre otro hombre, a no ser sobre su cuerpo o algo inferior al cuerpo, como son sus bienes? ¿Acaso se puede mandar algo a un espíritu libre?". .
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  • Una excursión desde Milán para conocer los encantos de Pavía
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  • Destellos del arte lombardo
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