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  • La cocina española está hecha "de ajo y prejuicios religiosos", decía Julio Camba, el escritor de la sonrisa literaria y el espíritu libre. Y la murciana, cabría añadir, de verduras y mucho desconocimiento. Generosa en vegetales, hortalizas y sencillos frutos de la huerta y el campo, la gastronomía murciana hace tiempo que dejó de ser una cocina pobre -excepto para aquellos que aún creen que la suculencia de un plato va ligada al precio de los ingredientes- para revelarse como uno de los patrimonios gastronómicos más sorprendentes de la Península, producto de su condición de bisagra entre tres culturas del yantar bien diferentes, pero complementarias: los aromas mediterráneos, la sobriedad manchega y la frescura andaluza. Un paseo gastronómico por la capital murciana debería empezar en la plaza de San Juan, a la que se asoman algunas de las mejores tabernas huertanas especializadas en el epicúreo placer del tapeo. Para el murciano, tapear es algo consustancial, como de la familia, y pertenece a su naturaleza. El placer de lo pequeño y exquisito, el gusto de probar diversos aromas y sabores sin llegar a saturarse con ninguno. Aunque el goce de comer de pie no estriba tanto en el aspecto culinario del rito como en su condición socializante. El murciano es extravertido y disfruta de la conversación y la francachela amistosa. Necesita de ese espacio común que es la barra del bar para alternar a la hora del asueto, mientras ejercita la tertulia y la convivencia. En Murcia, al tapeo de media mañana se le llama almuerzo, y puede estar compuesto por un poco de morcón de Lorca, una morcilla de sangre si es época de matanza, un poco de atún de ijá con habas tiernas, una ensaladilla rusa, una puntita de pan con lomo embuchao, un pincho de tortilla de patatas con pisto murciano o una cazuela de magra con tomate. Al de mediodía se le conoce como aperitivo y es más frugal y exquisito, porque después hay que comer en casa. Es la hora de las marineras (una rosquilla con ensaladilla coronada por una anchoa), de los matrimonios (anchoa y boquerón en vinagre), de los caballitos (gambas rebozadas) y de las cañas frías y espumantes que suelen servirse en vaso corto. Terrazas en las tres plazas Desde San Juan deberíamos tomar la orilla del río Segura y por la Glorieta dejarnos caer en Los Zagales, una de las tabernas más antiguas y con solera de la ciudad, donde habrá que reservar un hueco para probar las gabardinas (merluza rebozada) o las acelgas rehogadas con una sardina de bota. Luego seguiremos el paseo hasta la plaza de las Flores y las contiguas de Santa Catalina y San Pedro, el conjunto urbano más delicioso de Murcia y destino ideal para solazarse en una terraza al aire libre, arrullado por la bonanza de un clima que incita a vivir en la calle. En torno a estas tres plazas se localizan algunos de los lugares míticos del tapeo murciano: Pepico del Tío Ginés, con unos excelentes embutidos huertanos y vinos a granel de Yecla, Bullas y Jumilla; la Taberna de las Mulas, donde hacen unas migas y unos arroces de escándalo; el Rhin, que ofrece la mejor ensaladilla rusa del mundo, incluida la propia Rusia; el Fénix, con un pulpo asado que podría resucitar a un muerto, o La Tapa, el clásico entre los clásicos, un bar de siempre que ha sabido reformarse sin por eso perder autenticidad. Si hubiera que elegir un endemismo de la cocina murciana sería el pastel de carne, joya de la gastronomía española conservada únicamente en las fronteras regionales. De origen romano y adaptado después por la tradición culinaria árabe, el pastel de carne destaca por su cubierta de fino y estallante hojaldre en espiral y se ha de comer recién sacado del horno, porque si algo no aguanta el manjar es que se le recaliente, y mucho menos en microondas. "Regalo para gente rica y apaño para la pobre", como decía el escritor murciano José Martínez Tornel, el pastel de carne es alimento completo y equilibrado en proteínas e hidratos que igual sirve para un roto que para un descosido. Para un ágape familiar con mantel de hilo y candelabros de bronce o para un piscolabis rápido por la calle. Es la contribución murciana al fast-food de calidad. Los que prepara la pastelería Bonache, en la misma plaza de las Flores, son los más afamados. Caldero y otras delicias Una tierra levantina como ésta es también rica en arroces. Desde el caldero, plato típico de las orillas del mar Menor, al arroz y conejo de las sierras interiores, los fogones murcianos han sabido dar forma a toda una gama de recetas que tienen este producto (el que se cultiva en Calasparra tiene denominación de origen) como protagonista supremo. El caldero es un arroz de mar, plato sencillo de pescadores basado en pescado roquero que se ha de tomar cerca de los aires salitrosos del Mediterráneo, en Cartagena, en Cabo de Palos o en San Pedro del Pinatar, por ejemplo. En la ciudad, dada la cercanía de la huerta, lo que prima es el arroz con verduras, un plato vegetariano que se suele servir acompañado por habas, guisantes, alcachofas, ajos tiernos, coliflor y patata a rodajas. Mejunje sano y glorioso, de digestión amena -o al menos, más ligera que la de otros arroces-, el de verduras, a no confundir con la paella, es un arroz que refleja como ningún otro la riqueza y la variedad de los productos de la huerta de Murcia. Para probar este plato en el escenario perfecto, conviene dejar el asfalto urbano y enfilar los carriles de la huerta en busca de alguno de los muchos mesones típicos que se esconden entre azarbes, acequias y limoneros. En sus orígenes, el mesón huertano se asociaba siempre a una casa de campo, de patio limpio y fresco rodeado de limoneros y naranjos. Rara vez ofrecían más de cuatro o cinco platos en la carta (unas patatas asadas, unas chuletas al ajo cabañil, unas cabezas de cordero, unos arroces), pero todos de realización impecable y materias primas procedentes de la propia granja. Hoy, por desgracia, la imagen de aquellos idílicos merenderos ha sido alterada por la de grandes e impersonales naves donde, más que dar, echan de comer. Pero, si se sabe buscar, aún es posible encontrar en rincones perdidos de la huerta del Segura, entre palmeras e higueras, figones en los que las barricas de roble tapizan paredes de adobe y las colañas de madera ennegrecida son testigos de pitanzas memorables a base de patatas cocidas con ajo, asados de cabrito, michirones y zarangollo. Señas de identidad de una cocina sencilla y natural a la que Néstor Luján definió como "la bella desconocida".
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  • Tapas y recetas de Murcia, una bella desconocida de la cocina
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  • De la huerta a la taberna
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