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  • La playa de La Isla, al pie de la sierra del Sueve, con su paseo orillado de viejos eucaliptos y rodeada de numerosas segundas residencias, toma prestado su nombre de un peñón al que queda unida en bajamar a través de un tómbolo. Durante muchas vacaciones adolescentes -y aún hoy- ha sido la ubicación de mi particular verano azul. Ya sea en invierno, bajo el orbayu que hace brotar paraguas, o a partir de junio, cuando la arena fina, tostada, de la media luna que rodea el peñón se calienta y se abren las sombrillas multicolores, esta parte del concejo de Colunga tiene la virtud salvífica a la que se refería Dostoievski cuando hablaba de la belleza. Además, aquí la tradicional discrepancia entre mar o playa carece de sentido, ya que la sierra del Sueve -repartida entre los concejos de Colunga, Caravia, Ribadesella, Piloña y Parres- provee de un agreste telón de fondo a la costa asturiana. Su cota más alta, el pico Pienzu (1.159 metros), ha sido un faro natural desde la antigüedad para los navegantes. Junto con los recuerdos, acabalados por la memoria de castillos de arena y cuerpos morenos y salitrados, se entreveran las rutas anuales con mi padre. Ascendiendo por la AS-260 en dirección a Arriondas, llegamos al punto de partida: el Mirador del Fitu, donde se puede dejar el coche y que en días claros es un balcón con una vista estremecedora tanto de la costa asturiana como de los Picos de Europa. El bar Casa Julia permite pasar el día en familia o solo, entre bollos preñaos y sidra. Un refugio bunquerizado marca el inicio de la ruta que nos llevará hasta la majada de Bustacu, con una refrescante fuente, y de ahí por una cicatriz de tierra hasta la de Mergullines, que desemboca en la collada de Bebuenzu. El empinado y postrero esfuerzo nos recompensará con una cima coronada por una cruz de hierro de 16 metros y una panorámica como pocas. Esta senda permite contemplar ganado estabulado, ocasionales gamos y zorros, buitres, alimoches y, sobre todo, la estrella de la función: los asturcones, una raza de caballos semisalvajes, antaño los reyes de estas laderas, pero hoy reducidos a medio centenar de ejemplares puros. De regreso a la costa, y antes de regresar a La Isla, podemos hacer un par de paradas: una en el pueblo de Loroñe, para ver la capillita rural dedicada a santa Eulalia y san Fernando, con dos hórreos típicos localizados junto a ella como doppelgänger de piedra y madera, adornados con cortinas de panochas quebradizas; y, siguiendo por una carretera que se remonta hasta la falda del Sueve, otra en el pueblo de Gobiendes, con su geografía de pomaradas, hórreos y caseríos, privilegiada por el palacio de Gobiendes y la iglesia prerrománica de Santiago. Ya toca hacer sin rubor a lo que incita todo paisaje de verde o arena, es decir, quitarnos sin prisa los zapatos y caminar con los pies desnudos sobre la playa, sintiendo ese micromasaje en las plantas que nos permite soñar que estamos donde estamos. Los menos frioleros podrán también acercarse a la orilla y dejar que el agua fría corte sus pies a la altura del tobillo. A continuación, de banderín de socorrismo en banderín, todos restallando en rojo, se puede ir andando desde la playa de La Isla hasta la vecina oriental de El Barrigón, un arenal protegido del noreste por la Punta del Cuervo, y luego hasta la playa de La Espasa, límite natural con Caravia. Durante la vigorosa caminata pienso que para disfrutar de ese lujo emocional del que tanto se habla ahora basta con un paseo divagatorio, y quizá con un par de euros para tomarse un café en un bar. De vuelta a La Isla, y antes de dirigirnos a Colunga, podemos echar un vistazo a la iglesia parroquial de Santa María; a la Villa María Luisa, junto a la playa, o a la Casa Popular Pedro Quirós, en la plaza de Lorenza Koehler. A pie o en coche Ineludiblemente, la naturaleza es vínculo, afinidad, por eso podemos elegir dos rutas para llegar a Colunga: continuar el paseo, esta vez en dirección occidental, o coger el coche. Si optamos por lo primero, llanearemos por un camino perfectamente señalado que nos llevará en una hora y media, bien hasta la misma Colunga, bien hasta la playa de La Griega, o a ambas, según las ganas de caminar. La franja azul helada de un Cantábrico de belleza violenta nos acompaña lindado por acantilados desde los que, a distancias regulares, hay pescadores que lanzan lejos sus sedales con silbidos parabólicos. Al poco divisamos la aldea de Huerres, con sus típicas casas de corredores, conjuntos de hórreos y paneras, y un característico potro de herrar. De ahí en adelante una desviación conduce a Colunga, o nos guía, entre fincas y pomaradas, hasta la iglesia de San Juan de Duz, de donde un arbolado desciende suavemente hasta la playa de La Griega, el lugar de inicio de la Ruta de los Dinosaurios, con huellas perfectamente conservadas desde Gijón a Ribadesella -algunas tienen un diámetro de 1,30 metros, correspondientes a un gran saurópodo en torno a las cien toneladas-. Este patrimonio paleontológico se estudia en el cercano Museo del Jurásico (Muja), construido en forma de huella tridáctila en la rasa de San Telmo. Si, por el contrario, hemos optado por el coche, recorreremos en unos minutos los apenas tres kilómetros que separan La Isla de la villa de Colunga, capital del concejo, donde podemos beber unos culines de sidra; degustar las distintas variedades de fabas, que aquí gozan de un merecido prestigio, y disfrutar del capítulo histórico (la villa acogió, el 23 de septiembre de 1517, la primera estancia del rey Carlos I en España) y urbano (el palacio Álvarez de Colunga, sede del Ayuntamiento; la plaza de Santa Ana; la antigua calle Real...). Y no nos debemos olvidar de las numerosas casas de indianos que puntean el paisaje. Nuestro colofón será Lastres. No sería un tópico empezar a hablar de él por su muelle, ya que, debido a su construcción, el pueblo comenzó a experimentar un importante crecimiento en el siglo XVI, tanto por su intensa actividad pesquera como por la práctica de la pesca de ballena. El pueblo, de blanco caserío y galerías acristaladas, está encastrado en la parte menos vertical de un acantilado. Descendiendo por calles estrechas y empinadas de innumerables escaleras puedes encontrarte con palacios como el de los Victorero, la emblemática Torre del Reloj, la fuente de la Regallina o la iglesia de Santa María de Sábada. Un último descenso por una fuerte pendiente lleva hasta el puerto. En efecto, su belleza crea adicción, tanto como los productos frescos que pueden adquirirse en su rula (lonja): langostas, andaricas, centollos, quisquillas, percebes, noclas... No obstante, cada vez que regreso a Lastres, mi particular homenaje se fundamenta en las sardinas asadas y en la sidra. Y mientras me rindo al soberbio pecado de la gula, recuerdo a mi padre, agarrándome fuerte de la mano para que no me acercara demasiado al borde del muelle, a la atracción de su profundidad, mientras me contaba tradiciones acerca de cómo se capturaban las ballenas que pasaban cerca de la costa, con cuya carne se alimentó la grandeza de las casonas, y con cuya grasa y aceite se alumbraron durante muchos años las iglesias de media Asturias.
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  • Paseo asturiano con sidra y playa entre La Isla, Colunga y Lastres
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  • Un triángulo antiestrés
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