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  • Cuenca, tal como se lee en los carteles que jalonan sus calles, tiene su origen en un castillo musulmán del que no queda casi nada: el Arco de Bezudo (siglo XVI), muy posterior a la edificación primitiva, parece su único vestigio reconocible. La primera impresión es que Cuenca no puede existir: desde el castillo, el punto más alto de la ciudad, entre las hoces del Huécar y del Júcar, las formas fantasmagóricas de la roca y la pelusilla desprendida de los chopos contrastan con la nitidez de la luz total, y es como si el caserío conquense brotara de la piedra o fuese un espejismo entre la bruma de dos ríos. Como el mítico Brigadoom, como si la ciudad fuese a desaparecer mimetizada con la naturaleza circundante: al final de unas escalinatas nace un camino de tierra que desdibuja los límites entre lo urbano y lo rural, entre casas rodeadas de huertos y la iglesia de San Miguel, austera y de recogido misterio. La bajada hacia San Miguel se inicia atravesando un pasadizo desde la plaza Mayor: al otro lado, todo parece distinto. Es como si Alicia hubiese caído por el agujero y esta ciudad escondiera muchas ciudades -por ejemplo, la de los rascacielos del barrio de San Martín-, superponiendo momentos de historia, formas de vida y leyendas. Porque otra de las características de Cuenca es que es un lugar de narraciones legendarias: los gritos de los condenados, despeñados por la hoz del Júcar, en las inmediaciones de la plaza del Trabuco, junto al antiguo Tribunal de la Inquisición y posterior cárcel; los lamentos de la amante abandonada por Enrique de Trastámara, que se suicidó arrojándose al Huécar, que aún se oyen y dan nombre a una de las casas colgadas, que no "colgantes": la Casa de la Sirena. Ese vacío de la hoz del Huécar se intensifica al cruzar el puente de San Pablo, que, desde las casas colgadas -justo detrás de la catedral, la única de estilo gótico normando en España-, conduce al actual parador de turismo, el convento de San Pablo, desde donde se contempla una bella panorámica de las casas colgadas y del perfil de esta ciudad de ascensiones y defenestraciones, que produce agujetas en las pantorrillas. Cruzando el puente de San Pablo, no es extraño que las palmas de las manos se empapen de sudor ni experimentar una sensación paradójica de poderosa ingravidez y vulnerabilidad, sobre todo si se proyecta la vista hacia el abismo. Cuando hay viento, la estructura metálica del puente se mueve; también retumban los pasos de los viandantes que lo cruzan. Los museos, bajo la corteza del edificio antiguo, esconden magníficas colecciones de arte contemporáneo: la Casa Zavala, sede de la Fundación Antonio Saura, al lado de la recoleta plaza de San Nicolás; el Museo de Arte Abstracto, en una de las casas colgadas, que ofrece una muestra de la obra de Zóbel, Tàpies, Chillida...; la Sala Millares, de la Fundación Antonio Pérez, alojada en el convento de las Carmelitas (siglo XVII). La Fundación Antonio Pérez recoge una colección que surge del encuentro en París, en 1957, entre Millares, Saura y el propio Pérez: el museo es un laberinto de subidas y bajadas en las que se disfruta de la obra de viejos y nuevos artistas plásticos, como Saura, Feito, Fontana, Gordillo, Valdés, el Equipo Crónica, Juan Giralt, Barceló o Eva Lootz... Una torre simbólica Al salir de la fundación, el viandante se tropieza con la iglesia de San Pedro, en la calle del mismo nombre. De allí se puede acceder a la vía de Julián Romero, que huele a verde y a los guisos del Figón del Huécar, antigua casa de José Luis Perales. Al lado, el colegio de San José (siglo XVIII) es hoy una posada, con la fachada comida por la vegetación. Es imprescindible la visita a la torre Mangana, símbolo de la ciudad, situada en la zona del alcázar. A este extremo del casco se accede, desde la plaza Mayor, por la calle del Fuero, que desemboca en la preciosa plaza de la Merced, con su iglesia, su seminario de San Julián, ambos del siglo XVIII, y su Museo de las Ciencias de Castilla-La Mancha. Dejamos en el tintero mil y una visitas posibles -el barrio del Salvador, Santa Catalina, el jardín de los poetas, las casonas de la calle de Alfonso VIII, la ermita de las Angustias, el barrio de San Martín...-. Un último vistazo desde uno de los miradores me permite descubrir, pintado en blanco sobre la roca de la hoz del Huécar, el dibujo de un reptil, minimalista y prehistórico, que me reafirma en la idea de que Cuenca, como el agua contenida en un vaso, es una ciudad que debe ser dibujada, delimitada o escrita para no derramarse y desaparecer entre la piedra, la bruma, el cielo y la vegetación. .
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  • 20060617
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  • Ruta de arte en Cuenca, del gótico normando de la catedral a las obras de Saura
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  • Una ciudad que brota de la piedra
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