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  • La llaman "la comarca de las mil masías", pero la frase puede inducir a engaño. Porque si algo distingue a este rincón prepirenaico no es la acumulación, sino todo lo contrario. Apenas seis núcleos de población -aunque los municipios llegan a 15- y un pertinaz astillamiento de casas de labranza, perdidas en un álbum de paisajes: desde la alta montaña y los bosques prietos hasta los cuadros de cereal protegidos por cipreses de elegancia toscana. Un pulmón ancho, verde y secreto donde viven y trabajan, en total, no más de 12.000 comarcanos, buena parte de ellos en Solsona, la capital. Al igual que los habitantes, también el arte y la belleza se encuentran como diluidos. Hay que poseer un sexto sentido, una sintonía para el detalle. Las masías perdidas pueden estar amasadas con piedras venerables, lo mismo que un puente, una ermita abandonada o una torre vigía. El llamado turismo verde ha prendido. Una ruta ejemplar -entre la media docena de circuitos que se proponen- se adentra por el valle del río Aigua d'Ora. El aserradero y molino de Ca l'Ambròs y un puente medieval son el pequeño ecomuseo que sirve de prólogo al abismado cenobio de Sant Pere de Graudescales, cerca del lugar donde cayó herido de muerte Wifredo el Belloso. De regreso a Solsona, la cripta románica de Sant Esteve d'Olius y su cementerio modernista (tallado en la roca por Bernardí Martorell) preludian lo que ofrece la ciudad: una mezcla sutil, atomizada, de caprichos estéticos de todas las edades. Los destrozos de guerras olvidadas hacen que haya que rastrear como sabuesos muescas de una historia que se remonta al siglo X, cuando estas tierras se repoblaban, y los colonos buscaban cobijo en el castillo y un monasterio que, con el tiempo, alcanzaría hechuras de catedral. Tampoco hay sobresaltos en la carnadura urbana. Los restos de muralla y sus tres puertas resultan algo cotidiano y práctico; hay que fijarse bien en los cabos de una viga tallada, en los tederos de los muros medievales, en unos lavaderos o fuente gótica para advertir su presencia misma. La casa donde nació Francisco de Ribalta, el pintor que en el Siglo de Oro hizo carrera por tierras valencianas, no destaca más que un bodegón o un despacho de quinielas. Sólo la catedral, amasada en varios estilos, y el palacio episcopal, convertido en museo, rompen esa discreción encantadora. El museo merece una visita detenida. Es de los más veteranos de Cataluña, fruto de la inquietud de la Renaixença. El cura y arqueólogo mosén Joan Serra i Vilaró lo convirtió, en la primera década del siglo XX y gracias a sus campañas arqueológicas, en uno de los museos más importantes del país. De aquellos trabajos proceden los hallazgos que ahora se encuentran en el sobreclaustro de la catedral; a ellos se añadieron los conjuntos murales románicos de ermitas o iglesias abandonadas. El asno de cartón El perfil discreto de Solsona cambia durante su carnaval. Que nació por un malentendido a propósito de un burro. Resulta que a los de Solsona, según costumbre ancestral y paleta de insultar a los vecinos, les llamaban mata-rucs, (mataburros). El mote, sin duda gratuito, llevó a fabricar la leyenda: se decía que los lugareños habían aupado a un asno hasta el tejado de la torre de las Horas, único lugar donde restaban unos yerbajos, y que el burro se estranguló con la soga en el aire. Es una patraña, pero ya que existía el cuento, a alguien se le ocurrió resucitar la tradición, o, más bien, crearla. Y aprovechando el renacer de los carnavales tras el coma franquista (Solsona fue la primera ciudad catalana en recuperarlos), en 1985 añadieron lo del burro: izar con una soga un jumento de cartón hasta el techo de la torre. Sólo era un muñeco de cartón pero se armó la marimorena. Ecologistas y amigos del fuero animal pusieron el grito en el cielo. Y la ceremonia no consigue zafarse de la polémica. Mal gusto, en el mejor de los casos, según los críticos. Sobre todo teniendo en cuenta dos cosas: que el burro es el tótem diferencial (frente al torito hispano) que los catalanes pegan al trasero de sus coches, y que burros quedan pocos, y no son mala gente.
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  • Una comarca leridana donde brillan la naturaleza y el románico
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  • Solsona, del verde al arte
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