PropertyValue
opmo:account
is opmo:cause of
opmo:content
  • Llegamos a Selinonte, la antigua ciudad griega y cartaginesa del sur de Sicilia, por la tarde. A la entrada el sol se colaba a raudales por la ventana del coche, y cuando pasamos frente al parque arqueológico, se colaba entre las columnas de un templo dórico. Por la calle no había nadie. Camino del hotel, reparamos en un señor dormitando en una mecedora, en mangas de camisa, con un cigarrillo apagado en la boca y el brazo vencido bajo el abrumador peso de un periódico. Poco después salimos a pasear por la playa y, casi sin darnos cuenta, nos encontramos debajo de la muralla que rodea la acrópolis. Cuando íbamos a ingresar en la zona de los templos, incrédulos por no encontrar el menor obstáculo, se acercó un vigilante en un utilitario para invitarnos, con exquisita cortesía, a volver al día siguiente. Dominando el mar, las ruinas de Selinonte se hallan entre los yacimientos arqueológicos más impresionantes del Mediterráneo y constituyen un ejemplo fecundo de la fusión de la cultura griega y la fenicia. La ciudad fue fundada en el siglo VII antes de Cristo por colonos de Megara Hyblaea y no tardó en convertirse en una urbe poderosa, rival de Segesta y Mozi. Su esplendor duró hasta el año 409, cuando Cartago envió una flota dirigida por Aníbal que arrasó los templos, incendió las casas y pasó a cuchillo a sus 16.000 habitantes. Relegada al olvido desde entonces, ha sido recuperada hace poco más de un siglo, y si bien sigue sin excavarse la mayor parte de su perímetro, se han sacado a la luz siete templos situados en dos colinas una frente a la otra y una acrópolis amurallada intacta. Por la mañana empezamos la visita por el lado oriental. Tres templos sobre un altozano frente al mar, encima del pueblo actual. Todos los edificios están orientados hacia el este y tienen por nombre una letra. El primer templo en aparecer a la vista es el E, que fue dedicado probablemente a Hera y recompuesto en el año 1957. El lugar tiene un aire misterioso con otros dos templos en ruinas y, detrás, el mar. Entre ellos, el llamado G es el más imponente. Ocupa un espacio de más de 6.000 metros cuadrados y, cuando se edificó, tenía una altura total de casi 30 metros. Ahora es un campo inmenso cubierto por una masa de piedras cónicas desparramadas sobre el terreno, en medio del cual permanece erguida una columna de 17 metros de altura y 8 de ancho que se restauró en 1832. Mirándolo comprendes que estos templos, a diferencia de nuestras iglesias, no estaban concebidos como casas para los fieles, sino como la morada de los dioses. Los ritos se desarrollaban fuera, en el exterior, frente a una grandiosa escultura, sin necesidad de espacios internos en sentido moderno. Artemisa y Afrodita Frente a nosotros, a algo más de un kilómetro, la acrópolis se encuentra en lo alto de un acantilado sobre el Mediterráneo, entre dos ríos, el Gorgo y el Cotone. La desembocadura del último, hoy anegada, constituía el puerto de la ciudad. Para hacer el camino nos ofrecen un carrito de golf, pero preferimos ir a pie. La acrópolis está rodeada de murallas de tres metros de altura con puertas en ambos lados. Partiendo de la situada en el extremo sur, recorremos las ruinas de los templos de Artemisa, de Afrodita y de otro que se supone fue dedicado a Empédocles, el filósofo y científico de la cercana Agrigento que supervisó las operaciones de drenaje del recinto. Volvemos a trepar por encima de las columnas gigantescas tiradas por el suelo recordando, en este caso, las preciosas metopas del templo C, dedicado a Apolo, que visitamos en el Museo Arqueológico de Palermo. Luego caminamos por las calles principales de la ciudad, las únicas excavadas, y nos agachamos a recoger un poco de sèlinon, término griego que denomina al perejil silvestre que ha dado nombre a la ciudad. Sobre uno de los extremos de la muralla contemplamos el cielo, alto y claro, de un color azul violáceo, y debajo, la playa vacía. No lo pensamos dos veces, aunque el agua estuviera muy fría. Lo habíamos leído antes, pero entonces entendimos mejor las palabras de Empédocles: "Muchacho fui / y muchacha, en otro tiempo. / Fui planta. / Ave también. / Y fui pez marino". Empieza la tarde en Selinonte. Es un jueves de junio y hay una luz dominical en el aire, anaranjada y un poco melancólica. En el puerto hay un grupo de pescadores sentados en la puerta de la taberna. Preguntamos dónde se debía comer, y uno de ellos, pequeño, de ojillos verdes, se levanta y nos acompaña unos pasos. Antes de llegar, se detiene mirando a lo lejos. Se vuelve y se encoge de hombros, el sitio que nos proponía está cerrado y es el único que puede aconsejar porque él les abastece de pescado. Preguntas por otro. El pescador te mira despacio, como si te conociese de toda la vida y dice: "¡boh!", que significa lo mismo que el gesto anterior. ¡Cómo va a garantizar que sea fresco el pescado de un restaurante que no controla! Da igual, una calle más abajo, frente a un vaso de vino blanco y un plato de pasta al nero di seppia, sientes que, aunque haya más turistas, a ti te parece que no lo son y brindas con tus amigos por esta Selinonte detenida, tan igual a como ha sido durante los últimos 3.000 años. .
sioc:created_at
  • 20060812
is opmo:effect of
sioc:has_creator
opmopviajero:language
  • es
geo:location
opmopviajero:longit
  • 1117
opmopviajero:longitMeasure
  • word
opmopviajero:page
  • 9
opmo:pname
  • http://elviajero.elpais.com/articulo/20060812elpviavje_8/Tes (xsd:anyURI)
opmopviajero:refersTo
opmopviajero:subtitle
  • Un paseo siciliano por los enormes templos de Selinonte
sioc:title
  • El parque de los dioses
rdf:type

Metadata

Anon_0  
expand all