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  • No fui a Misisipi a escribir sobre el mejor restaurante del profundo Sur americano, ni sobre ricos y famosos, sino todo lo contrario: sobre la pobreza de la región más tercermundista de Estados Unidos. Fue por pura casualidad por lo que escogí como base de operaciones la ciudad de Clarksdale, en la zona del delta. Por una casualidad aún mayor conocí al Mister Big de la ciudad, un abogado llamado Bill Luckett, la misma mañana de mi llegada. Y, todavía más sorprendente, una hora después de conocer a Bill me encontraba en una pista de aterrizaje al lado de un jet privado del que salió Morgan Freeman, que no sólo era el dueño del aparato, sino también su único piloto. Freeman obtuvo el año pasado un Oscar por su papel en Million dollar baby, de Clint Eastwood, pero, de todos sus personajes, mi preferido es otro por el que también fue candidato al Oscar en una de mis películas favoritas, Shawshank redemption (Cadena perpetua), dirigida por Frank Darabont. El hombre que saludé tras descender del avión era Red, el sabio y veterano preso de voz de terciopelo, coprotagonista de aquel filme junto con Tim Robbins. "El miedo puede mantenerte encarcelado, la esperanza puede hacerte libre", decía en Shawshank. Freeman ha logrado vivir de acuerdo con el aforismo de Red. Nativo del delta del Misisipi, donde posee varias casas, vive en Los Ángeles, gana 20 millones de dólares por película y, cuando le apetece, sale en su jet privado. Normalmente, como me explicó, vuela a Clarksdale, donde es dueño de un club de blues y de un restaurante con Bill Luckett, que es su socio. El club de blues no me sorprendió, porque Clarksdale -una vieja región de esclavos y campos de algodón- es prácticamente la cuna del blues. Pero me int rigó el restaurante. Clarksdale es un horno, una ciudad de aire abandonado, llena de solares vacíos y grandes estructuras de madera que en otro tiempo fueron almacenes. Y sin embargo, ahí estaba Madidi, el restaurante de Freeman, un rubí en medio del árido corazón de la ciudad. Al sentarme a cenar con Freeman me encontré con que el actor es, en la vida real, tan lacónico como el ficticio Red. Por suerte dimos con un tema de conversación que nos interesaba a los dos, Nels on Mandela. Al parecer, nada le gustaría más en su carrera profesional que encarnar a Mandela en una película. De los asuntos que tocamos durante las tres horas siguientes, fue el que de verdad le animó, el que le sacudió de su somnolienta calma sureña. Eso y su restaurante, que es su orgullo y alegría. Platos sorprendentes Si se inaugurara un local como Madidi en Nueva York o San Francisco, o en Madrid, o en Barcelona, inmediatamente entraría a formar parte de los mejores establecimientos de comida de la ciudad. He aquí una muestra de lo que pude ver en el menú, cada plato más sorprendente que el anterior: chupachups de atún con patatas fingerling, mejillones de barba verde con caldo thai al curry, lechuga rellena de azafrán, lubina con pasta maltagliati, habas con gruyère rallado, costillas de cordero envuelto en jamón y relleno de piñones y albahaca, acompañado de cuscús israelí y setas shitake... Platos que no llamarían tanto la atención en un restaurante con pretensiones de Barcelona, pero que asombran en una región en la que la idea que tiene casi todo el mundo de una cena exótica es costillas de cerdo con salsa y puré y, sobre todo, en la que existe la mayor concentración de pobreza de todo Estados Unidos. Pregunté a Freeman qué le había movido a abrir ese local tan atípico en Clarksdale. "Quería simplemente un buen sitio en el que comer cuando vengo de visita", respondió, con un guiño casi imperceptible. Es una persona que logra causar el efecto que quiere moviendo mínimamente los múscu los del rostro. Hablaba en serio al decir que había tenido razones egoístas para abrir el restaurante, pero eso no era todo. La verdad es que su amigo Bill y él quisieron ayudar a levantar la economía local. "Ahora, éste es el mejor lugar para comer en el profundo Sur", dijo Freeman. ¿Tan bueno es? "Yo viajo por todo el mundo y suelo comer en los mejores restaurantes", respondió. "Éste es tan bueno como los mejores". Pinza de cangrejo rellena Nuestro primer plato, elegantemente presentado, consistía en vieiras a la plancha con crema de cilantro (dulce, pero no tanto como para enterrar la frescura del pescado), cangrejos rebozados (como picatostes, sólo que más interesantes) y pinza de cangrejo azul rellena de bagre del Misisipi. El siguiente plato consistía en lo siguiente: pechuga de codorniz a la barbacoa con patatas rebozadas, pata de codorniz rellena de chorizo con miel, foie-gras a la plancha con arándanos. El foie- gras, al que siempre es difícil dar el punto exacto, estaba cocinado a la perfección, maravillosamente delicado, casi derritiéndose, pero sin llegar a ello. Freeman gimió -bueno, no exactamente gimió, porque conserva demasiado bien la calma para hacerlo, pero sí hizo lo que en él equivale a gemir, que es levantar una ceja de modo particular- cuando nos informaron de que todavía quedaba otro plato de carne. "No, no, por favor. Sirva a los demás, pero no a mí". La camarera no le hizo caso y nos trajo a todos lo que describió como un plato de carrillada de ternera con jengibre y naranja, acompañado de una compota de bayas con pepino. Estaba tan tierna que se deshacía como mantequilla en la boca. Freeman me contó que lo que le preocupa de los grandes cocineros es su vulnerabilidad a los peligros del éxito. "Cuando un restaurante atrae mucha atención, se pueden dejar arrastrar y sucu mbir al estrellato. En mi trabajo lo veo todo el tiempo. Hay que luchar contra ello. Hay que saber distinguir entre la realidad y la ficción, nunca se puede perder de vista esa diferencia. Porque, si no, se acaba mal". Como ejemplo de estrellas que parecen no haber caído víctimas de esa enfermedad, le hablé de Ferran Adrià. Le interesó, sobre todo cuando le dije que en El Bulli hay tal demanda que, hace poco, sacaron una mesa a subasta. "Ya verá", dijo, con un esbozo del espíritu ambicioso y competitivo que, aunque oculto por su actitud tranquila, claramente posee. "Ya verá, acabaremos haciendo lo mismo aquí dentro de no mucho". Al despedirnos me dio su dirección de correo electrónico. Le escribí unos días después para agradecerle la cena y el placer de haberle conocido. Me contestó para decirme que el placer había sido suyo y para desearme suerte. Seguramente la necesito más que él. Al fin y al cabo, con su dinero, el avión, la fama, el aplauso, el talento, el Oscar, ha hecho realidad el gran grito de redención de Red de "empeñarse en vivir, o empeñarse en morir". Y en comer. Cuando está rodando una película en Los Ángeles, el recuerdo de que es el dueño de Madidi, la sensual evocación de esas pinzas de cangrejo azul rellenas de pescado, siempre le proporcionan, dice, una sensación grata y feliz.
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  • Chupachups de atún en el restaurante del actor en Clarksdale
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  • Cena con Morgan Freeman
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