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  • Septiembre tiene algo de provisional, de tiempo detenido, de estación con retraso en Santander. Cuando los veraneantes se han ido, muchas veces asfixiados por una increíble proporción de litros de agua por metro cuadrado para lo que se espera de agosto, o simplemente por un exceso de nubarrones grises estériles, se implanta sin previsión meteorológica pertinente y fiable lo que para algunos es la etapa más rica del verano, el último rayo caliente. Este año, por ejemplo, en los cinco primeros días del mes, el sol ha gobernado el ladrillo, el cemento, la arena y las praderas, amantado por una bruma cantábrica cómplice que lo sostenía día tras día. Ni siquiera los vientos eran violentos. No había rastro del pegajoso y temible aire caliente del sur, ni de la voladera fresca del noreste, que mantienen claros los paisajes hasta hacer nítidas las cordilleras desde todos los puntos de la bahía -donde se avistan los montes del Asón y los Picos de Europa en una panorámica espectacular de oriente a occidente-, pero que levantan polvo, mala mar y peores estados de ánimo en la gente. El tiempo, una de las obsesiones recurrentes de los santanderinos, ha sido sencillamente perfecto. Algún día se nublará, pero volverá a reaparecer el clima soñado en dos o tres ráfagas hasta octubre. Las ocho playas que bordean la ciudad, desde la de los Peligros, cercana al palacio de la Magdalena, hasta la de Mataleñas, bajo el campo de golf municipal, estarán medianamente ocupadas, y las mareas azotarán con un fuerte oleaje las costas en un espectáculo que, de cerca, impacta por imprevisible. Alguna tarde, incluso parecerá que el agua pueda desbordar los diques del muelle, pero no pasará de ser una falsa, aunque inquietante, alarma visual. Lo mismo ocurrirá en las playas de alrededor, desde la nudista Covachos, la recoleta Arnía, la pedregosa de Soto de la Marina y la fascinante y volcada al mar abierto de Liencres hasta las del Puntal, Somo, Loredo, Santa Marina y Langre, tomadas esta temporada preotoñal por los surferos, con un deporte que se ha convertido en uno de los más practicados en la región, donde muchas de las playas cántabras cuentan con un diez en las guías especializadas. Los cazadores de olas remontan como hormigas el recorrido de esos rizos de la mar, embotados en sus trajes de neopreno y tratando de dominar sus tablas y su pericia para no ser tragados por la espuma que llega hasta el borde de la orilla. En septiembre, la espuma del mar Cantábrico salta a capricho y tiñe de un blanco violento las costas, en las que también hay que estar más pendiente de las banderas y las resacas que de la temperatura del agua, que muchos días marca un curioso y caprichoso consenso con el aire: entre 22 y 25 grados. Sobre la arena de septiembre, de tono tan cremoso como cegador, los que se toman la vida con calma chicha plantan las toallas y sombrillas a sus anchas. Hay sitio para todos, y playas como la bulliciosa Primera del Sardinero no presentan ese aspecto de zoco textil abarrotado de muchos días de julio y agosto. Paseando por el muelle Lo mismo ocurre por la tarde en las heladerías. Las colas de agosto para los jaspeados de Regma, donde la gente puede tirarse más de un cuarto de hora para conseguir un cucurucho a rebosar; para el plátano y la nata de Capri, para los de queso y turrón de Monerris y los mantecados de Frypsia y La Polar o el Tutti Fruti de Roma, no agobian de cara al rito diario de comerse un helado a media tarde paseando por el muelle o por el Sardinero. También hay sitios libres en los cafés trigeneracionales, con abuelos, padres e hijos y nietos, en el paseo de Pereda y en la plaza de Pombo, donde alguno puede sentarse, quizá con los libros que haya comprado en la librería Gil o en Estudio y La Hispano Argentina, a medio vigilar al niño mientras da patadas a un balón en torno al templete. Cuando entre sincio, es decir, ganas de comer algo, dicho en santanderino cantarín, también queda hueco más o menos libre en las modernas tabernas de alrededor, cuyas barras se van recubriendo de pinchos imaginativos tan apetecibles como los que había y hay en las barras pioneras del Rampalay, en Cañadío y en los bares de Peña Herbosa en tiempos. Ahora, las nuevas tabernas cercanas a la arteria madre del paseo de Pereda, entre el mercado del Este y Castelar, ofrecen pinchos muy creativos, como los de Casa Lita, y raciones apetecibles en Las Hijas de Florencio o en Las Olas, donde la antigua Rosa la Comunista, si uno no quiere reincidir en los clásicos como El Diluvio, Zacarías, Celis, el Bar del Puerto, el mesón Goya, la Cigaleña, Gele... El paseo a media tarde es sagrado. Desde la antigua alameda, hoy plantada en medio de la calle de Vargas y San Fernando, hasta El Chiqui, el último rompeolas del Sardinero, la ciudad se llena de paseantes de ritmo apacible, ese que espanta a los habitantes de las capitales y que da que pensar sobre la relatividad perceptible y caprichosa del tiempo. Hay parques y edificios que todavía siguen en pie dignamente, que han sobrevivido a los elementos, a las explosiones -la del barco Cabo Machichaco, cargado con dinamita, que se llevó por delante a 500 personas en 1893-, los incendios -como el que arrasó en 1941 la ciudad por un cortocircuito- y, ahora, a la cortedad de vistas y mental de los responsables públicos, que se han cargado la antigua lonja de pescadores de la ciudad, por ejemplo, despojando a sus habitantes de uno de sus referentes marineros más importantes. O ahora, con la nueva Valdecilla, que ha ocultado en una escandalosa distribución los antiguos pabellones, auténticas joyas de arquitectura civil, hoy eclipsadas por un absurdo muro de metal. Pero el paseo por las zonas nobles de la ciudad todavía ofrece asombro y un cierto respeto a la belleza surgida de un equilibrio entre arquitectura y paisaje, salvo excepciones. Desde la plaza Porticada hasta Castelar hay un tramo apasionante, bien por el muelle, cerca del mar, amamantado en el pisoteo por la imponente silueta de Peña Cabarga al frente, donde se ha proyectado un centro de estudios geográficos y desde cuya cumbre se divisa nítidamente toda la bahía, las cordilleras o el parque de Cabárceno. Península de la Magdalena Entre Castelar y el Sardinero, la comunión entre paisaje natural y ciudad llega a un extraño clímax, el mismo que produce ese encuentro con el mar abierto, que se funde con la bahía en los alrededores de la península de la Magdalena, justo en el vértice donde también se alzaba la desaparecida San Quintín, la villa donde pasaba muchos meses al año don Benito Pérez Galdós, que escribió gran parte de su obra universal en Santander, pese a que se haya tratado de silenciar su memoria entre los círculos más conservadores de la ciudad para ensalzar por el contrario la de otros escritores de cuna santanderina, aunque de mucha menos valía literaria, como Menéndez Pelayo y José María de Pereda. Los dos andan en la ciudad hasta en la sopa en detrimento del genio galdosiano, que sobrevive en el frágil cerebelo de sus calles gracias a los esfuerzos de estudiosos suyos como Benito Madariaga o José Ramón Saiz Viadero, entre otros. El tercer tramo del paseo recorre todo el Sardinero, hasta el faro del cabo Mayor, donde este verano acaba de inaugurarse el museo consagrado al pintor Eduardo Sanz (que recibe el nombre de Centro de Arte Faro de Cabo Mayor). Aunque hasta llegar a ese extremo de la ciudad, antes hay que bordear las playas del Camello, con su estatua a José del Río, Pick, cronista crucial de la ciudad, arriba, y después bajar hacia la Concha, la Primera y la Segunda, divididas por los jardines de Piquío y adornadas en la retaguardia por el casino y la plaza de Italia, donde hay que acercarse a tomar tartaletas de ensaladilla rusa en el Lisboa. Pocas tiendas hay en esos alrededores. A no ser dos paradas esenciales para gourmets en Diferente, en el hotel Santemar, y en las Mantequerías Cántabras, donde pueden conseguirse delicias gastronómicas de las buenas. Para ejercitar el shopping a conciencia hay que agarrar el itinerario contrario al paseo noble de la ciudad. Tirar hasta la calle de Burgos y por los alrededores de la catedral, la plaza del Ayuntamiento, donde por las mañanas hay un mercadillo curioso, y en las calles de San Francisco, Juan de Herrera, Lealtad y Rualasal. Entre tanto paseo y tanta compra no es raro que sorprenda la hora de cenar. Y eso es cosa seria en Santander, donde la gastronomía va ganando puntos con restaurantes de mucho nivel. Conviene acercarse por el área de Casimiro Sainz, en el límite con Tetúan, donde sobrevive el mítico Marucho, con pescado y marisco a excelente precio. Por allí se junta una oferta espectacular que va desde las tarifas altas del Bar del Puerto y de ahí para abajo en sitios como El Serbal, con una estrella Michelin, La Bombi, La Mulata o La Posada del Mar, recientemente trasladada a Castelar. Por el Sardinero se conservan El Rhin y La Cúpula del Rhin, y sigue con salud de hierro el Cañadío de Paco Quirós, que puede sorprender con unas patatas con setas de quitar el sentido. Cenador de Amós Si uno quiere coger el coche y perderse alrededor, se sorprenderá en el Tonino, de Monte, un pueblo pegado a la ciudad, y ya, si quiere algunos kilómetros más, sólo 20, al Cenador de Amós, en Villaverde de Pontones, el mejor restaurante de la región, con otra ya escasa estrella Michelin en la puerta, al cuidado de Jesús Sánchez y Marián Martínez. Pero todos ellos valen para cualquier época del año, porque los cocineros de la región sirven tanto para el último rayo del verano como para los primeros vientos fríos del otoño.
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  • Ocho playas, un paseo hasta el cabo Mayor y otras tentaciones de septiembre
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  • Santander y los placeres del verano tardío
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