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¡Qué difícil conducir por la izquierda, hasta que te acostumbras y eres uno más! Entre tantas cosas, Irlanda nos trae olor a mar, gente encantadora, lugares increíbles: las montañas de Wicklow, por ejemplo, con sus valles casi salvajes, y, en medio, Glendalough, una ciudad monacal del siglo VI. Ese día llovía como nunca. Sólo podíamos oír el estallido del agua contra las lápidas desgastadas por el tiempo y nuestros zapatos deslizándose por el césped mullido. Aquellas ruinas fantasmagóricas nos dieron paz y soledad. No nos pasó inadvertido el colorido de Kinsale, un pueblo pesquero conocido como la "capital de los Gourmets", donde ya nos habían advertido de que debíamos llegar con buen apetito.
Cuando vas a conocer un país, siempre esperas ver paisajes insólitos, pero The Ring of Kerry, la carretera que rodea la península de Iveragh, desbordó nuestras expectativas. En medio de curvas zigzagueantes, de tramos estrechos, entre macizos impenetrables de roca que casi trepaban al cielo, de vez en cuando mojadas por alguna cascada de agua, aparecían y desaparecían trozos de un mar azul intenso. No quisimos romper la tradición del turista y, acostados en el suelo, casi como si fuéramos a volar, con las caras pegadas en el límite del precipicio, nos asomamos a los vertiginosos acantilados de Moher.
En Burren Park, caminamos entre columnas hexagonales de piedra caliza, con el cuidado de no resbalar sobre lo que parecía papel de celofán arrugado a punto de resquebrajarse con el último rayo de sol. Delante de un dolmen, nos preguntamos cómo era posible que siguieran allí después de miles de años, como esqueletos cansados, semejantes piedras mastodónticas.
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