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  • Hubo un tiempo en que lo de meterse a monje debía ser un buen plan. En la provincia de A Coruña, en las últimas estribaciones del río Eume antes de su desembocadura en la ría de Ares, lo descubrieron a lo largo de los siglos unos pocos privilegiados que se enfundaron los hábitos cistercienses en los monasterios de Caaveiro y Monfero, dos lugares recónditos y separados por 12 kilómetros, unos cuantos cientos de robles y castaños y, sobre todo, muchas curvas. Caaveiro se levanta sobre un promontorio inverosímil, en el corazón mismo de las fragas del Eume, el bosque frondoso que abraza los últimos meandros de esta corriente y de su afluente predilecto, el Sesín. Los primeros moradores que se propusieron desaparecer del mapa terrenal y perderse en tan espesa floresta se remontan al siglo IX. La tradición le endosa la fundación del monasterio al ubicuo san Rosendo, que no debía dar abasto, y al que también se le atribuye la plantación del helecho macho gigante que hasta el siglo pasado dominaba el jardín. Y todo podría ser, por cuanto de este vegetal antediluviano se contabilizan por estos montes hasta 28 variedades distintas. A finales del siglo XIX, un próspero abogado de Pontedeume, Pío García Espinosa, adquirió el monasterio. No fue mala idea: su familia pudo utilizarlo como privilegiada casa de campo hasta los años sesenta y deleitarse con unas panorámicas de un verde abrumador. Ahora el monasterio pertenece a la Diputación coruñesa, y aunque anda de rehabilitaciones puede visitarse en grupos con guía, un muchacho que le saca partido a las leyendas populares sobre el lugar. La más divertida es aquella que ha creído ver en ocho habitáculos subterráneos otras tantas refinadas cámaras de tortura. Lo único seguro es que se empleaban para que el moscatel y demás viandas se conservaran tan frescos. Desde Caaveiro, los más valientes repasan el contenido de sus mochilas, se acordonan las botas con gesto resuelto y ponen rumbo a Monfero por medio del bosque. La caminata cuesta tres horas de camino, pero la eclosión natural compensa el esfuerzo físico. El común de los mortales, no obstante, prefiere completar la excursión al volante de su automóvil. A Monfero se accede por la AC-150 y la AC-151, aunque las indicaciones son peor que regulares. Un claustro de Juan de Herrera Pero merece la pena, sin duda. Merece la pena incluso perderse. Y más tarde, puesto que preguntando siempre se llega a Monfero, admirarse de cómo un paraje tan remoto pudo albergar semejante monasterio, con un claustro central rubricado por el mismísimo Juan de Herrera, y un segundo al que la ocupación francesa y la guerra de la Independencia dejaron a medio hacer. Aquel frenazo fue un golpe de suerte para los sentidos: el actual contraste de arcos y columnas entre las enredaderas y los carballos constituye un espectáculo insólito y la mar de original. La iglesia conserva bien el tipo, en cambio, y hasta se aprovecha para oficios religiosos en ocasiones muy señaladas. Tiene una fachada ajedrezada con pizarra y granito, poco frecuente, y una bóveda preciosa. Y presume de un par de sepulcros con estampa guerrera de los Andrade, la familia que durante todo el medievo partió el bacalao en Pontedeume y su comarca. Desde este monasterio aún se pueden recorrer otros 11 kilómetros sinuosos y allegarse hasta el paraje de Lagares, con vistas de impresión sobre el embalse del Eume y las montañitas de Os Cerqueiros. Los ministros terrenales de la celestial autoridad se conformaron aquí con una humilde ermita, la de As Eiras. Eso sí: la erigieron en un confín lo bastante retirado como para asegurar un poco de vida contemplativa.
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  • Leyendas y mucha calma en los monasterios de Caaveiro y Monfero
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  • Monjes a orillas del Eume
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