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  • Lord Byron canta la belleza de Sintra en Childe Harold's Pilgrimage (1812-1818): "Lo! Cintra's glorious Eden intervenes / In variegated maze of mount and glen" ("¡Oh!, el edén glorioso de Sintra se mezcla en un abigarrado laberinto de monte y cañada"). Aunque Byron no sea santo de mi devoción, es justo reconocer que el poeta inglés tenía buen gusto para elegir los destinos de sus viajes y los lugares a los que dedicaba encendidos versos. La sierra de Sintra, a media hora en coche de Lisboa y cerca de la costa, es ciertamente un lugar paradisíaco, y no es extraño que fuera durante diez siglos la residencia preferida de los soberanos portugueses, ni que siga siendo el lugar de veraneo de las grandes familias lisboetas. Naturaleza exuberante Quizá lo más destacable de esta zona sea que el hombre, en lugar de destrozar el paisaje, ha logrado realzarlo, y que, gracias a una presión turística moderada, la belleza y la tranquilidad del lugar se mantienen. No hay atascos, no hay masas de turistas, y uno tiene la sensación de ser un visitante solitario y hasta un tanto molesto. El protagonismo sigue recayendo en la naturaleza, en el propio macizo de Sintra, un bloque de granito de un verdor exuberante, cubierto de tupidos bosques que reciben las lluvias provenientes del océano. Robles y cedros, especies tropicales y flores diversas conforman una masa que parece impenetrable y que da sombra y frescor a las carreteras que serpentean por las colinas. Las magníficas quintas y los palacios se esconden tras sus muros, como si se avergonzaran de su intromisión, y la edificación se ordena en freguesías o parroquias, pequeños, dispersos e intrincados núcleos que tampoco se dejan ver. Sintra, la ciudad, no es una ciudad, ni siquiera tres barrios, como aseguran en alguna guía. Sintra es un extenso laberinto que sólo muestra al turista aquello que se puede visitar. La parte vieja tiene un puñado de casas señoriales colgadas de una ladera y cuatro calles empinadas. Los turistas, cuando la visitan, comienzan por subir la cuesta de alguna de sus calles, pero cuando ya se han cansado de curiosear en las tiendas y se dan cuenta de que no se puede pasear, porque la ciudad se termina y empieza la sierra, deciden quedarse en una de las terrazas que dan a la plaza en la que se levanta el Palacio Real, con sus características chimeneas cónicas. Entonces, mientras se toman un café y una queijada -dulce típico de queso- o una cerveza, se dan cuenta de que el centro de Sintra es sólo ese cogollito que aparece en todas las fotos de todas las guías de viaje. Pueden visitar el palacio, o acercarse al curioso Museu do Brinquedo, que alberga la colección de juguetes reunida por João Arbués Moreira, al que suponemos una infancia realmente feliz. Después, a los turistas no les quedará más remedio que coger el coche y pasear por bellas carreteras de montaña, a la caza de otros lugares visitables. Castillos y palacios Uno de ellos es el Castelo dos Mouros, el castillo de los moros, del siglo VIII o IX, cuyas torres y murallas almenadas dominan un risco desde el que se ven los valles y el mar. Cerca del castillo se encuentra el extenso y frondoso parque Da Pena, salpicado de estanques y fuentes. El palacio del mismo nombre, en alto, construido a mediados del XIX por el rey Fernando II de Saxe-Coburgo, es un extravagante pastiche de diversos estilos que da mucho que pensar sobre quien lo mandó levantar, y sobre el arquitecto que realizó el proyecto, el conde Eschwege. Vale la pena pagar la entrada para comprobar qué pueden hacer dos ególatras juntos con una buena suma de dinero y un emplazamiento teatral. Al conde arquitecto, que no debía de tener suficiente con el palacio, se le puede ver a lo lejos, con atuendo guerrero, sobre una roca, mirando al mar, convertido en estatua. Impagable. Pero si al turista le sigue apeteciendo realizar visitas y sorprenderse, tampoco es desdeñable la Quinta da Regaleira, una mansión con amplios jardines construida en 1910, obra del arquitecto y escenógrafo italiano Luigi Manini. El folleto la define como "una sinfonía de piedra" que pretende representar el paraíso y que, por desgracia, recargada y agotadora, se queda muy cerca del infierno. Manini, que además diseñó los jardines y el mobiliario, habría hecho grandes migas con el conde Eschwege si se hubieran conocido. Para liberarse de tales delirios, el turista puede tomarse una copa en el bar del hotel Palacio de Seteais, que le parecerá incluso sobrio. Antigua residencia del embajador de Holanda, debe su nombre a que allí se firmó el tratado de la Convención de Sintra (1808), por el que los invasores franceses pudieron regresar sin pérdidas a su país, lo que supuso una gran decepción para los portugueses, aliados de los ingleses, que prorrumpieron en sieteayes. Pero el encanto de Sintra no sólo reside en la sierra, sino también en los alrededores, hacia el mar, donde también se respira tranquilidad. Más allá de Colares, pueblo reputado por sus aterciopelados, perfumados y ligeros vinos tintos y blancos, encontramos Almoçageme, una de sus freguesías. En la placita del pueblo, empedrada, con un quiosco de música en alto, hay una iglesia blanca con un resguardado cementerio, y una bodega de paredes rosas donde se realizan catas de los vinos de Colares. Los vecinos saludan al pasar, y la playa del pueblo, Adraga, bien merece un paseo. Al sur queda el Cabo do Roca, punto más occidental del continente europeo, y las ventosas playas de Guincho, apreciadas por los aficionados al windsurf, y al norte, Playa Grande y la población de Azenhas do Mar, encaramada sobre un risco, con una piscina de agua marina y una pequeña playa a sus pies. Desde lo lejos, la sierra de Sintra aparece cubierta por un capuchón de nubes, coqueta, esquiva y remilgada. Parece no querernos decir nada, pasar inadvertida sin enseñarnos sus bellezas y delirios ocultos. Aunque, según Byron, el más romántico de los poetas, nos salude desde la distancia: "And Cintra's mountain greets them on their way" ("Y la montaña de Sintra los saluda en su camino"). .
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  • Quintas coquetas y suntuosos palacios en la serranía de Sintra
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  • La casa de los sieteayes
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