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  • Desde los 2.315 metros de altura de la cima del Moncayo se contemplan territorios de cuatro comunidades autónomas -Aragón, Navarra, La Rioja y Castilla-León-, y en los días claros de los meses fríos se puede ver a lo lejos la línea blanca de las cumbres pirenaicas. Por su gran elevación en medio de dos llanuras, entre el valle del Ebro y la meseta castellana, constituye un mirador espectacular. Antiguo lugar de confrontación entre castellanos, navarros y aragoneses, actual división administrativa entre las provincias de Zaragoza y Soria, el macizo del Moncayo, techo del Sistema Ibérico, siempre se ha considerado un lugar especial, con magia, abonado a todo tipo de leyendas. El mayor propagandista de sus misterios fue Gustavo Adolfo Bécquer. El poeta sevillano, junto con su hermano el pintor Valeriano Bécquer, pasó una larga temporada de reposo a la sombra de la montaña, en el monasterio de Veruela, y de allí salieron las Cartas desde mi celda, que harían populares a personajes como las brujas de Trasmoz, o relatos como El gnomo, La corza blanca o Los ojos verdes. La cara más conocida del Moncayo es la que mira hacia el Ebro, la cara norte. Ahí se queda gran parte de la humedad que viene del Cantábrico y ello propicia una rica cubierta vegetal, especialmente apreciada por los senderistas que buscan colores y sombras y por esos otros caminantes que miran el suelo en lugar del paisaje, los buscadores de setas. En pocos kilómetros, el viajero que asciende por esta vertiente pasa de los viñedos y el cereal a las encinas, seguidas de los robles y poco después de los pinos, para entrar a continuación en el frondoso reino de las hayas, los abedules, los serbales o los acebos. Por aquí se asciende al santuario de la Virgen del Moncayo (1.600 metros), punto más alto al que se puede llegar en un vehículo y lugar habitual de partida para quienes emprenden la subida a la cumbre. La ascensión es poco más que un empinado paseo durante gran parte del año, pero se convierte en una subida sólo apta para montañeros expertos y bien equipados cuando la nieve y el hielo cubren la montaña. Añón y el valle escondido En este lado del monte, a sus pies, en lo que se conoce como el Somontano del Moncayo, hay un reguero de pueblecitos con dos cosas en común: pocos habitantes y espléndidos paisajes. Añón vigila un valle escondido donde nace el río Huecha. Alcalá ofrece una de las mejores panorámicas de la montaña. En Vera está el monasterio de Veruela, un cenobio cisterciense del siglo XII al que se añadió otro claustro y nuevas dependencias en el siglo XVIII, ampliación que ahora se está transformando para albergar un nuevo parador de turismo que abrirá sus puertas en dos años. Trasmoz cuenta con un castillo que domina todo el contorno, y ha transformado la leyenda negra de ser un pueblo embrujado en un nuevo atractivo turístico, con un pequeño Museo de la Brujería, una feria anual en torno la magia y las plantas medicinales, y una animosa celebración de las ánimas en la víspera de Todos los Santos. Litago, Lituénigo, San Martín, Grisel y Santa Cruz son otras pequeñas localidades que nos conducen hasta la cabecera comarcal, Tarazona, una pequeña ciudad con tres joyas que nadie debe perderse: la espectacular fachada plateresca de su Ayuntamiento, la singular catedral gótico-mudéjar y la antigua plaza de toros, un edificio del siglo XVIII, de forma octogonal, y cuyos muros son en realidad viviendas, pues toda la plaza es un gran patio de vecinos. Las dos localidades de referencia en el lado soriano son la industriosa y próspera Ólvega, famosa por sus embutidos, y la señorial Ágreda. El conjunto urbano de esta última es un paseo por la huella de las tres culturas. Cristianos, judíos y musulmanes han dejado un rico patrimonio disperso por toda la localidad, lo cual merece un largo paseo. La plaza Mayor, la Puerta Emiral, casas nobles y palacios, como el de los Castejones, un rico conjunto de iglesias en el que destaca la basílica de los Milagros o el agradable paseo junto al río que conduce a un gran parque son algunos de los rincones que merece la pena transitar. Otras referencias del Moncayo soriano son Vozmediano, con su castillo-cementerio y con el espectacular nacimiento del Queiles, donde el río brota con gran caudal y una fuerza inusitada, y las dos localidades que trepan por las faldas de la montaña, Cueva de Ágreda y Beratón, este último, el pueblo más alto de la provincia, por encima de los 1.300 metros. Desde aquí se accede a otra de las vertientes del Moncayo, la más agreste, la más solitaria, tal vez la más misteriosa, la que sus propios habitantes han bautizado como "la cara oculta del Moncayo", un paisaje de crestas, barrancos y roquedales por el que la vista se extiende a lo largo de kilómetros y kilómetros sin ver otra huella humana que algún lejano aerogenerador y donde habitan más buitres que seres humanos. Y no es una licencia poética: entre los dos pueblos agazapados en este rincón, Purujosa y Calcena, no llegan a 50 habitantes habituales. Basta levantar la mirada al cielo para comprobar que son muchos más los buitres que trazan círculos en el aire. Miguel Mena es autor de Días sin tregua (Ediciones Destino).
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  • El legendario Moncayo atrae en otoño a senderistas y buscadores de setas
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  • Un monte de gnomos y misterios
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