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  • Dicen los napolitanos que sobre su golfo vaga una melodía eterna que narra el nacimiento de la ciudad. Nápoles surge, según la leyenda, del amor de Parténope -una bella muchacha griega- por Cimone y del particular paraíso que los amantes encontraron en el lido de Megaride. En sus jardines, afirma el cuento, recogieron las más bellas flores, y sobre la arena, un abrazo sin fin marcó el triunfo del amor. De ese abrazo brotó un canto, el canto napolitano, que besó colinas, playas y valles, y que, aseguran, aún flota por el golfo encantado. Desgraciadamente, hoy en Nápoles el canto se pierde entre sus abigarradas y sucias calles, aplastado bajo la violencia que el crimen organizado y la Camorra han impuesto en la ciudad. Sin embargo, si uno se aleja apenas 60 kilómetros al sur de la bahía y se asoma al otro lado del promontorio que la separa de la de Salerno, la música reaparece y envuelve uno de los más glamurosos lugares europeos: la costa amalfitana, una sucesión de empinados pueblos blancos, plantados a la orilla de un mar azul intenso y al pie de un rocoso acantilado coloreado por el verde de los pinos. Por encima de todos, Ravello, una pequeña ciudad medieval, se asoma al agua desde sus extraordinarias villas y miradores. Y tal es la vista que contempla, que uno de ellos, quizá el más reputado, tiene por nombre Terraza del Infinito. Ravello, como prácticamente el resto de los pueblos de esa costa, se ha salvado de la depredación inmobiliaria y de la vorágine del turismo en masa que acarrean los grandes turoperadores. Su tranquilidad sólo se ve alterada de vez en cuando por los pasajeros de algún crucero que pasan en manada por sus estrechas calles como una exhalación, y se pierden así el mayor encanto de la ciudad: el placer del dolce far niente. Villa Cimbrone A Ravello hay que ir sin prisa, con los sentidos despiertos y, a ser posible, con dinero. Sólo así se puede sacar todo el jugo a este exclusivo lugar, impregnado de olor a limonero y refugio de músicos, escritores y actores. En su Villa Cimbrone se escondió Greta Garbo de los paparazzi; por sus calles, colgadas sobre el océano, paseó William Turner, y los jardines de Villa Rufolo inspiraron a Wagner parte de su Parsifal. A la habitual cantinela de siglos y estilos arquitectónicos que todos los guías turísticos del mundo recitan como monótona letanía, los de Ravello añaden una lista de ilustres celebridades: "Aquí se alojó Miró; Dante ya citó estos jardines...". La lista se amplía entre los clientes de los hoteles. Los mejores, situados en línea uno al lado del otro, suman tantas estrellas que casi forman constelación. Pero el suyo es un lujo discreto, alejado de toda ostentación. Se nota, ante todo, en sus incomparables vistas sobre la bahía, sus cuidados jardines, su exquisita lencería, su cocina y su privacidad. En el libro de oro de uno de ellos, el hotel Caruso, han estampado su firma, entre otros, Humberto de Saboya, el rey Faruk, el Nobel de Medicina Alexander Fleming, Gina Lollobrigida, Margot Fonteyn, John Huston, Jacqueline Onassis y el siempre seductor Humphrey Bogart. Adquirido por Orient Express, que ha invertido 30 millones de euros en su restauración, el hotel, un antiguo palacio patricio del siglo XI, ampliado en el XVII, acogió a numerosos miembros del Grupo Bloomsbury -Virginia Woolf y Keynes, entre ellos- y se precia de haber ayudado a Graham Greene a inspirarse para escribir El tercer hombre. Por cada rincón de Ravello asoma una flor, un pedazo de mar y una historia que contar. Y las hay de todo tipo, las que rozan la frivolidad del mundo del cine o las que atañen al culto popular, cuya virtud reside en recordar al visitante que, pese a todo, está en Italia. Como la de la sangre de san Pantaleón -también presente en Madrid-, cuya licuación esperan ansiosos los ravellesi como símbolo de año de buen agüero, o el culto al fraile Buenaventura de Potenza, de cuerpo presente bajo el altar de la iglesia de San Francisco de Asís, en el punto más alto del pueblo. Costumbres populares al margen, Ravello se ha consagrado como destino turístico de la cultura. Todos los meses de julio celebra en Villa Rufolo -un palacio del siglo XIII- su conocido festival wagneriano, pero las citas musicales, de todos los estilos, se dan desde marzo hasta noviembre y en ocasiones comparten cartel con las literarias o filosóficas. El pueblo -de 3.000 habitantes- ha estado pegado al mundo del arte y el pensamiento desde que a mediados del siglo XIX alemanes e ingleses lo integraran en su Gran Tour, el largo viaje que los jóvenes aristócratas emprendían al término de su periodo de instrucción y que convertía a Italia, durante muchos meses, en su verdadero hogar. Pueblos hermanos Largos paseos, conciertos y charlas alrededor de la mesa en un buen hotel o una típica trattoria son parte obligada de la estancia en Ravello. Y sería inexcusable irse de allí sin haber contemplado sus pueblos hermanos, Amalfi y Positano, desde el mar. Una pequeña travesía a lo largo de la cual el guía vuelve a enumerar celebridades: "Ésa es la casa de Sofía Loren; la de allá, de los Agnelli; esa más bajita pertenece al dueño de Moët & Chandon; en esa pequeña isla vivía Nureyev, y allí, Zeffirelli, cuya casa ahora está en venta...". Son pocos los lugares que reúnen tanta belleza y tanto glamour. Ravello lo hace y se arropa, además, con las cercanas ruinas de Pompeya, el Vesubio y la isla de Capri. Sí, ésa a la que tan bien cantara Charles Aznavour.
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  • Ravello, asomada al mar Tirreno, despliega su leyenda de artistas y famosos
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  • Un refugio para el 'dolce far niente'
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