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  • Gracias a sus campanarios de ladrillo moldurado (con un primer cuerpo de decoración muy austera que se transforma en todo un derroche del mejor barroquismo andaluz en los últimos pisos), Écija presenta un perfil arquitectónico que se hace notar, mientras que en Carmona, con su estructura laberíntica, destaca su faceta íntima: por sus calles, más que pasear, se deambula, en el sentido etimológico exacto de andar sin objeto determinado por la maraña de paredes blancas. 1. ECIJA Le llaman la sartén de Andalucía. También la ciudad de las torres barrocas. Aunque si nos atenemos a las enseñanzas impartidas por el Diablo Cojuelo al estudiante Cleofás, habría que tenerla por "la más fértil población de Andalucía, que tiene aquel sol por armas a la entrada de esa hermosa puente, cuyos ojos rasgados lloran a Genil, caudaloso río que tiene su solar en Sierra Nevada". Uno u otro cliché hacen justicia a Écija, localidad monumental, tremendamente sevillana, de semblanzas literarias, de primaveras benditas, pero de veranos infernales; de perfiles quebrados por 12 torres y 15 espadañas que como pararrayos barrocos se elevan sobre el valle del Genil tratando de apuntalar el cielo. Una ciudad que más que ciudad es un agujero en el cielo raso de la historia, por donde se vislumbran viejos esplendores de la Bética romana, de la tramoya del Siglo de Oro español y del Renacimiento andaluz. Toda visita a Écija debería empezar por la plaza de España, la plaza del Salón, como la llaman los ecijanos, o "la plaza más insigne de Andalucía", según descripción de Luis Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo. Vélez de Guevara, que además de oriundo de Écija fue estudiante en la Universidad de Osuna, paje en un palacio de Sevilla y soldado en los tercios de Italia, algo sabía de plazas, y cuando eligió ésta de su ciudad natal como escenario de la ingeniosa sátira de la sociedad española del XVII que es El Diablo Cojuelo no lo hizo sólo por amor patrio. Porque más que un salón, y pese a sus enormes proporciones, la plaza de España ecijana es una sala de estar con mesa camilla, intimista y acogedora, donde se escenifican las vivencias cotidianas de una ciudad con 2.000 años de historia. Un lado de la plaza lo cubre el Ayuntamiento, un edificio de ladrillo visto y espíritu neoclásico. Otros frentes los cierran tres edificios con amplias galerías de arcadas: el mirador de Benamejí, el mirador de Peñaflor y el mirador del Gremio de la Seda, típicas casas-palco del siglo XVIII, muy frecuentes en la campiña del Guadalquivir, desde las que la nobleza disfrutaba de los actos públicos en el Salón. Hace diez años empezaron las excavaciones (que aún siguen) para la construcción de un aparcamiento subterráneo bajo la plaza, y ahí se abrió la tapadera de la historia de Écija. En dos metros de profundidad han aparecido 20 siglos de cultura, significados en más de 4.000 piezas de la Astigi romana, 10.000 trozos de cerámica, una cabeza de atleta y otra de Marte, un torso de atleta, una tumba visigoda y, sobre todo, la famosa Amazona de Écija, excepcional escultura en mármol griego que nos muestra a una mujer de físico poderoso con el brazo izquierdo apoyado en un pilar moldurado mientras alza el derecho para colocarlo tras la nuca, dejando ver una herida en su costado. Se cree que decoraba las escaleras de acceso a la natatio (piscina) de las termas romanas. Sólo por verla merece la pena ir hasta el palacio de Benamejí, sede del Museo Histórico Municipal, aunque las hechuras de este edificio, uno de los mejores ejemplos del barroco civil andaluz, justificarían por sí mismas la visita. Pese a que la huella romana se percibe aún en las columnas de mármol que adosan casi todos los palacios en sus esquinas y las reminiscencias andalusíes están presentes en la frescura de los patios porticados, la Écija que hoy vemos es un producto de un siglo de Oro, el XVIII, en el que la mejora de la economía y el poder nobiliario llenaron la topografía urbana de iglesias y palacios hasta inventar el barroco ecijano. A él pertenece el palacio de Peñaflor y su característica fachada en curva para ceñirse a los caprichos de la calle. Y también sus famosas torres, que convierten el perfil urbano en un bosque de pináculos esbeltos y airosos. Una de las más gráciles y delicadas es la torre de la iglesia de Santiago. Tampoco quedan atrás las de San Juan, San Gil, Santa Ana o La Victoria, levantadas casi todas en el siglo XVIII por canteros y artesanos locales que crearon escuela en toda Andalucía. 2. CARMONA Barroco andaluz, legado romano y tipismo sevillano vuelven a aflorar en la siguiente parada de esta ruta por la campiña del Guadalquivir: Carmona. Si en Écija era una plaza, en Carmona la referencia sentimental y patrimonial gira en torno a un portón de la cerca amurallada, la puerta de Sevilla, que lleva cumpliendo su misión de atalaya sobre la campiña de Los Alcores desde el siglo III antes de Cristo. Por ella se accede a una urbe blanca y silente donde, a diferencia de Écija, los monumentos y lugares de interés forman un todo más compacto dentro del perímetro que un día estuvo amurallado, con docenas de calles y edificios en perfecta armonía dibujando uno de los cascos históricos más genuinos de Andalucía. Si seguimos por la calle de Prim, llegaremos a la plaza de San Fernando, epicentro de la vida local, que fue siempre de forma rectangular, como el foro romano sobre el que se asienta, hasta que unas reformas en el siglo XVI le dieron el perímetro circular que muestra en la actualidad. A ella se asoman la antigua Audiencia, el convento de la Madre de Dios y algunas casas con balcones desde donde se presenciaban los festejos, procesiones, ferias y escarmientos públicos. A partir de aquí, la vieja Carmo romana se transforma en un dédalo de cal donde se superponen callejuelas frescas, fachadas de revoco, capillitas con luminarias, vírgenes pintadas sobre azulejos, iglesias barrocas, conventos, palacetes blasonados y escondrijos urbanos donde igual cabe una ventana llena de macetas que una farola de forja o un portón que sujeta las glorias nobiliarias. Por ejemplo, la fachada refulgente del palacio de los Rueda, con portada monumental en forma de retablo y estancias repartidas en torno a un patio central porticado con columnas de mármol, de las que hay otros muchos buenos ejemplos en la ciudad. O la iglesia prioral de Santa María, en la plaza del Marqués de las Torres, el templo de mayor relevancia de Carmona, levantado en el solar de la mezquita aljama en un estilo gótico tardío que condiciona su planta de salón con tres naves. Otra casona solariega digna de mención es el antiguo palacio del marqués de las Torres, tras cuya portada monumental se esconde ahora el Museo de la Ciudad. Si seguimos ruta por la calle de Dolores Quintanilla, parte también del eje que fue el Cardo Máximo, llegaremos a la puerta de Córdoba, la entrada oriental de la ciudad amurallada, y a un pretil rocoso sobre el que un día se irguió el alcázar de Pedro I el Cruel, el monarca castellano-leonés que ganó fama de justiciero en las múltiples sublevaciones de la nobleza feudal castellana a las que tuvo que hacer frente. Fue él quien mandó construir sobre el viejo y desmochado alcázar árabe de Carmona un fastuoso palacio-residencia que luego los Reyes Católicos engrandecieron y que el terremoto de Lisboa de 1775 se encargó de destrozar. Hoy, convenientemente rehabilitado, alberga un parador de turismo. Es hora de dejar el valle del Guadalquivir. Desde Carmona giramos al norte, hacia Lora del Río, para cruzar el gran río andaluz en busca de la Sierra Norte, un parque natural que, pese a ocupar el 25% de la superficie de la provincia de Sevilla, es la zona más desconocida por los foráneos. Sierra Norte es para los sevillanos sinónimo de anís de Cazalla, de dehesas de alcornoques y quejigos, de chacinas, de aguas claras que se cuelan entre pequeños resaltes por la ribera del río Huéznar, uno de los bosques de galería más auténticos de Andalucía. 3. CONSTANTINA A la Sierra Norte se entra por Constantina, un pueblo enjalbegado de perfiles moriscos heredero de una ciudad romana llamada Constantina Julia. La Constantina de ahora se divide entre las casas encaladas del barrio de la Morería, a los pies del cerro del castillo, que ha cambiado poco de fisonomía desde sus tiempos de alfoz musulmán, y las viviendas más señoriales con fachadas de ladrillo visto y azulejería decorativa de motivos mudéjares de las amplias avenidas que surgieron a partir del siglo XIX, gracias a la bonanza económica propiciada por la industria del aguardiente, el ganado y la madera. A esa corriente del mudéjar sevillano pertenece buena parte de la iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, con una torre campanario que en realidad es una continuación de la fachada del Perdón. A las afueras de Constantina se ha creado el Centro de Visitantes El Robledo, el principal punto de información e interpretación de la Sierra Norte. 4. CAZALLA Una carretera escoltada por decenas de miles de encinas y alcornoques lleva hasta Cazalla de la Sierra, el centro geográfico del parque y la localidad más turística de la Sierra Norte. Si en Écija estaban orgullosos de las citas literarias de su paisano Luis Vélez de Guevara, en Cazalla estarán siempre agradecidos a don Miguel de Cervantes, que inmortalizó la villa en un entremés: "¡Oh rara habilidad! ¡Oh raro ingenio! Bien puede gobernar, el que tal sabe, a Alanís y a Cazalla, y aun a Esquivias". En Cazalla, ciudad rica en patrimonio gracias a los beneficios económicos de su industria alcoholera (tomar un cazalla fue siempre sinónimo de tomar un anís) y a la celebridad que asumió tras la estancia en 1730 de Felipe V y su corte en busca de remedios para su real melancolía, hay que visitar la plaza Mayor y la plaza del Concejo, dos espacios urbanos unidos por calles apacibles pero frecuentadas por un continuo ir y venir de parroquianos donde se cuecen las escenas cotidianas. Y hay que ver también la iglesia de la Consolación y las antiguas Casas Consistoriales, reconvertidas ahora en juzgados y en hogar del pensionista. De sus muchas bodegas de anís sólo queda una, Bodegas del Clavel, que admite visitas. Pero sobre todo hay que visitar la Cartuja de Cazalla, a dos kilómetros y medio del recinto urbano, uno de los cuatro monasterios cartujos con que contó la provincia de Sevilla. Éste quedó prácticamente en ruinas tras la Desamortización de Mendizábal, hasta que en 1977 la iniciativa particular de Carmen Ladrón de Guevara lo recuperó para dar vida a una fantástica mezcla de hospedería y centro de arte en mitad de la dehesa sevillana. Un epílogo perfecto, merecedor incluso de un premio Europa Nostra de restauración, para una ruta barroca, monumental y natural por la Sevilla más cálida, incluso en invierno.
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  • Atalayas y barroco en la campiña sevillana y la Sierra Norte
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  • Écija y Carmona, ruta invernal con sabor andaluz
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