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  • La mentira, la mentira perfecta, sobre las personas que conocemos, las relaciones que tenemos con ellas; la mentira sobre lo que somos, sobre lo que amamos, sobre lo que sentimos con respecto a la persona que nos ama y que cree habernos formado semejantes a ella sólo porque nos besa todo el día, esa mentira se puso de manifiesto como el paisaje de la playa de Balbec frente a mí; incontestable como la piedra esa mentira perfecta, la única que podía despertar mis sentidos dormidos para la contemplación de la playa; aquel universo que jamás habría reconocido...". Proust despierta en la playa de Cabourg (el Balbec imaginario de En busca del tiempo perdido) agitado por un descubrimiento tenso y rugoso, como las playas normandas que rigen la costa imaginaria de su novela y que se extienden desde Deauville hasta Luc-sur-Mer. Los nombres de las estaciones del tren que recorre la costa van refrescando la memoria del lector proustiano: Marie-Antoinette, Saint Vaast, Gonneville, Riva Bella... El mismo Gran Hotel de Cabourg (el gran hotel de Las muchachas en flor y Sodoma y Gomorra) sigue en pie, y abierto. Normandía es sin duda la tierra del tiempo. Tiempo recobrado, tiempo histórico, tiempo en transcurso, tiempo perdido. Resulta emocionante pensar que en Rouen, alojado en la place du Vieux-Marché (plaza del Mercado Viejo), donde fue quemada Juana de Arco en 1432, a pocos kilómetros de su pueblo natal, Honfleur, un pintor llamado Monet se empeñaba una y otra vez en descifrar pictóricamente no la fachada de una catedral, sino el transcurso del tiempo sobre la fachada de esa catedral. Los 40 trabajos de la catedral de Rouen son, pictóricamente, la resolución perfecta de lo que Proust culminaría literariamente más tarde: la integración del tiempo en la vida, y la desintegración de la vida en el tiempo. Y más emocionante resulta aún pensar que tal vez ese empeño que dio vida a monumentos tan disparejos y a la vez tan ligados como el impresionismo y la que es sin duda la novela más importante de nuestro siglo, En busca del tiempo perdido, sólo podía darse en Normandía, en una región abierta al mar. Desde el monumental monte Saint Michel hasta Le Tréport, Normandía mira a un mar histórico. El 6 de junio de 1944, el Día D, 130.000 soldados aliados dispuestos a reconquistar Europa invaden las playas desde Sainte-Marie-du-Mont. Normandía fue el trampolín de la libertad recobrada. Mil años antes llegaron también a estas costas los dakkars vikingos que habrían de convertirse en el pueblo normando. Las playas normandas se asemejan a la brusquedad y a la delicadeza de las composiciones para piano de otro gran compositor nacido en Honfleur: Erik Satie. Donde la piedra se superpone al frío, en el lugar exacto en el que se producen las más violentas mareas de toda Europa, las altas y bajas del mar acuden puntualmente dos veces al día. Lentas y poderosas, marcan el ritmo de la vida cotidiana a lo largo de 500 kilómetros de costa. Perspectivas huidizas Las playas de la península de Cotentin, este índice que apunta hacia Inglaterra, desvelan en marzo y septiembre (las mareas de equinoccio) inmensas áreas con perspectivas huidizas, "la dolorosa síntesis de la supervivencia y lo ido, del mar y la memoria, esa incomprensible contradicción del recuerdo y la nada" (Proust de nuevo). En el departamento de Seine-Maritime, el monte ya no se deshilacha poco a poco hacia la costa, el encuentro entre la tierra y el mar es frontal. Desde el estuario del Sena al del río Somme, la gran muralla de la comarca de Caux se estira a lo largo de 150 kilómetros. Con el famoso arco de Etretat, la Costa del Alabastro cuenta con los acantilados más hermosos de Francia. "En Etretat he visto algo admirable -escribe Victor Hugo a su hija Adèle el 10 de agosto de 1835-. El acantilado está perforado por grandes arcos naturales bajo los que rompen las olas durante la marea alta. Todo el cuadro da la impresión de que el mar entra en la tierra, o la tierra es ya marina y la población anfibia. La fuerza del elemento marino estalla por todas partes. Es la arquitectura más gigantesca que existe". Madame Bovary es sin duda el otro gran libro de cabecera de Normandía. La novela se desarrolla en Yonville-l'Abbaye, en realidad, en las dos pequeñas localidades de Ry y Lyons-la-Forêt. Con sus paisajes ondulados y sus prados verdes, donde "se oye cómo crece la hierba", la comarca es un concentrado de la región. Flaubert rescata de ella a través de las descripciones esa condición inmóvil, tan característica de Normandía y tan relacionada con el tiempo y, por tanto, con el afecto. Cuando la realidad ficticia es tiempo inmóvil la voz humana desaparece y también la intimidad: la vida se torna muda y estatuaria, inacción y plasticidad. Nada se mueve, no transcurre el tiempo, todo es materia y espacio, como en un cuadro. "Recuerdo que hace unos diez años estábamos todos en Le Havre -cuenta Flaubert a su amante Louise Colet en 1846-. Mi padre se enteró de que una mujer que había conocido en su juventud vivía allí con su hijo. Esa mujer, de célebre belleza en la región, había sido antaño su amante. No hizo lo que habrían hecho muchos burgueses; no se ocultó, era demasiado superior para eso, con que fue a visitarla. Mi madre y nosotros permanecimos a pie firme, en la calle, esperándole; la visita duró cerca de una hora. Ese recuerdo está en el corazón de la génesis de Madame Bovary". En la ciudad de Le Havre, junto a la furia de la playa normanda, esa imagen del niño Flaubert esperando de la mano de su madre mientras ambos contemplan una ventana ajena todavía permanece inmóvil, indescifrable, como un secreto en el interior de una almendra irrompible. Andrés Barba (Madrid, 1975) es autor de Versiones de Teresa (Anagrama).
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  • Un delicioso viaje por la costa del norte de Francia con Proust, Monet y Satie
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  • Normandía, la tierra del tiempo
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