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  • Una pista de tierra roja, una cuchillada en la selva, conduce a lo largo de más de 120 kilómetros desde Masindi, una población al noroeste de Uganda, hasta las cataratas Murchison o Kabalega a través del parque nacional bautizado por ellas, el mayor del país, con una extensión de 3.840 kilómetros cuadrados. Es una travesía cargada de evocaciones épicas, un recorrido por unas tierras salvajes y paradisiacas, apenas alteradas por el paso del tiempo, que permanecieron en el limbo de la cartografía hasta que fueron descubiertas por algunos de los míticos viajeros decimonónicos, como Burton, Speke, Grant, Livingstone o Stanley, en el transcurso de sus expediciones para localizar y posteriormente confirmar dónde se encontraban las fuentes del Nilo. En 1864, dos años después de que John Hanning Speke determinara, casi por intuición, que el gran río africano nacía al norte del lago Victoria, en las cataratas Ripon (hoy desaparecidas bajo la presa levantada a las afueras de la pequeña y encantadora ciudad de Jinja, próxima a Kampala), Samuel Baker y su amante y posterior esposa, Florence Sass (una esclava a la que rescató de caer en manos de un turco rico comprándola en una subasta celebrada en la ciudad húngara de Widin en 1859), descubrieron el lago Alberto, entonces Luta Nzigé, y las cataratas Murchison, a las que llamaron así en honor del entonces presidente de la Royal Geographic Society de Londres, Roderick Murchison. Vida salvaje bajo la hierba La pista se va abriendo paso a través de un paisaje amable y embaucador, de un verde rabioso, en el que se alternan alamedas de acacias, manchas de selva frondosa, amplias extensiones de sabana cubiertas con altas hierbas en las que es más fácil intuir que ver una fauna que se oculta de las miradas ajenas, y salpicadas aquí y allá por grandes ciénagas empapeladas con tupidas plantaciones de papiros. Desde varios kilómetros antes de llegar, un murmullo ronco, primero, y un fragor creciente, después, van marcando el rumbo para alcanzar el impresionante salto de agua; un viaje de unas pocas horas en el que los viejos exploradores invertían años. Un camino estrecho permite acceder prácticamente al borde mismo de la catarata, junto al pequeño agujero de poco más de seis metros de ancho, abierto entre paredes de roca cubiertas de una vegetación exuberante, por el que se despeñan al vacío las aguas embravecidas del Nilo desde una altura de 43 metros. Resulta fascinante observar cómo la naturaleza, acaso refrendando la parábola evangélica, es capaz de obligar a uno de los ríos más poderosos del mundo a pasar por el ojo de una aguja. El agua, en su caída explosiva, crea efectos hipnóticos al mantener en suspensión permanente un sinuoso lienzo de espuma blanca de formas cambiantes que el sol, sobre todo con la luz dorada del atardecer, tiñe con una orgía de colores hasta dar la sensación de que el arco iris nace entre estos pliegues rocosos. Unos cientos de metros más adelante hay una segunda cascada, más ancha y escalonada, igualmente bella y salvaje, llamada Ofuru, Independencia en suajili, por la que se precipitan al lago Alberto las aguas del Nilo que no aciertan a embocar por el estrecho agujero de roca. Según la versión popular, esta catarata tiene su origen en una gran riada que se produjo en 1962, aunque hay quienes sostienen que es mucho más antigua, apelando a ciertas alusiones hechas por los exploradores. Sin embargo, las versiones de los grandes viajeros del siglo XIX acerca del entorno físico al que se enfrentaban no eran especialmente precisas, no se detenían mucho en ensalzar en sus escritos los paisajes, ya que los consideraban como un elemento hostil dentro de su relación de amor y odio con África. De hecho, de todas las cataratas identificadas por exploradores y colonizadores a lo largo del curso del Nilo (que en Uganda se denomina Nilo Victoria y Nilo Alberto, y que en Sudán pasa a llamarse Nilo Blanco), solamente pueden ser consideradas como tales las de Murchison y Ofuru. Tanto las dos que hay entre el lago Victoria y el Alberto como las seis que hay entre éste y la presa de Asuán, en Egipto, no son más que temibles y violentos rápidos. Pendiente de verificación De entre todos ellos, acaso los más impresionantes sean los de Bujagali, en las cercanías de Jinja, apenas a 10 kilómetros de las tradicionales fuentes del Nilo; unas fuentes que, pese a todo, aún se siguen buscando. Hace unos meses, un grupo de exploradores, liderados por el británico Neil McGrigor, añadieron 107 kilómetros a los 6.671 de longitud del río, retrotrayendo su nacimiento hasta Nyungwe, un bosque protegido de Ruanda; un tramo que está pendiente de verificación oficial. El descubrimiento de las cataratas Murchison por parte del viajero moderno quedaría incompleto si renunciara a acercarse en barco hasta casi la base misma de la sobrecogedora tromba de agua, hasta la inquietante línea invisible trazada en el cauce a partir de la cual la fuerza succionadora de los remolinos espumeantes hace imposible toda navegación. Desde el embarcadero de Paraa parte uno de los viajes fluviales más apasionantes que se puedan hacer en la actualidad. Durante tres horas se tiene la sensación de formar parte del guión de un documental sobre la fauna animal. Búfalos, jabalíes, antílopes y elefantes se asoman, se bañan o se tumban en las orillas, ocupando los espacios que dejan libres los enormes cocodrilos del Nilo. A escasos metros del casco del bote emergen como flotillas de submarinos los lomos rosados de los hipopótamos, cuya aparente placidez se puede transformar en una décima de segundo en una violenta refriega que recuerda un combate de sumo. Por las playas de arena pasean su suficiencia togada los marabúes, pescan a traición las garzas, secan sus alas los cormoranes, paradójicamente, extendiéndolas al aire como si fueran espantapájaros, o descansan legiones de pelícanos y garcetas, enmarañados como copos de algodón. Las águilas pescadoras, cubiertas con su capirote blanco, o los martines pescadores, hacen cabriolas en el aire mientras eligen el menú sobre el que se lanzan en picados escalofriantes. No es difícil ver las coloristas grullas coronadas con sus penachos de plumas amarillas, y acaso la fortuna depare la posibilidad de avistar el raro shoebill, una escasísima garza de pico corto y ancho como un zueco que puede mantener abierto durante un tiempo infinito, como los cocodrilos, hasta que la incauta presa se pone a tiro.
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  • La fabulosa travesía fluvial hasta las cataratas Murchison, en Uganda
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  • El Nilo, en el ojo de una aguja
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