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  • Visible desde varios kilómetros a la redonda, la catedral de Chartres surge entre los campos de cereales y la meseta Eure-et-Loir, irguiéndose como una de las más soberanas construcciones góticas del periodo medieval. Su impronta es embelesadora. "Flecha irreprochable", escribió Charles Péguy. Los maestros de obra góticos, enriquecidos con las técnicas de sus predecesores grecorromanos, aportaron al edificio una fabulosa idea: quebrar las líneas continuas con pliegues interiores cuyos arcos y semicírculos abovedados circunscriben espacios vacíos reteniendo y conservando la luz. Este modelo arquitectónico, esbozado por el canon clásico, contrariamente a la austeridad de sinagogas y mezquitas, parece concebido para recordar al hombre, aunque sumiso a la devoción, su libre arbitrio. La catedral gótica -y Chartres representa una cumbre por su rigor, su sistematización racional y su imaginación geométrica- simboliza el desdoblamiento de la criatura humana entre su orgullo vital -instándole a llenar la copa ebria de sus sentidos- y su incomprensible temor a Dios. Pura obra de arte, cual monolito tallado en el aire celeste, la catedral de Chartres sugiere enseguida una fascinante figura, a la vez aérea, por su liviano vuelo constructivo, y sólida, por su pesada fuerza de gravedad terrenal. Lo cual resulta paradójico, y, sin embargo, frente al pórtico central, en el empedrado de esta magna iglesia, el visitante no puede no reconocer viéndola, sea creyente o ateo, una evidencia: nada, ningún edificio conocido -por grandioso o impresionante que sea- se asemeja a esta morada. Nada más entrar en la nave y avanzar por ella en semioscuridad, pisando un laberinto marcado sobre losas (estigma de la dificultad y penas infligidas a nuestra salvación), sientes sobre la piel, conmovido, los reflejos iconográficos de un apacible alumbramiento religioso. Vienen de las vidrieras bajas, los célebres cristales cuyos dibujos representan escenas repartidas en dos mil medallones. En las altas, alejadas de la mirada, se recortan imponentes personajes del santoral católico. A destacar, en los ventanales bajos, en el ala sur del coro, La Virgen con el Niño sentada en un trono y coronada o El calendario y el zodiaco, y, por el brazo norte, Historia de la Pasión. Ese follaje de arabescos multicolores, haces de luz tamizados derramándose por el suelo, omnipresentes en la basílica, impregnan la penumbra misteriosa de los pasillos dotando por instantes a la visita de un halo irreal. Varios enclaves eclesiásticos se sucedieron en el solar, pero, tras la invasión de los vikingos en 858, sólo subsistió la cripta de Saint-Lubin, que atraviesa un muro galorromano. Entre el siglo V y la época de las cruzadas, Chartres deviene un centro de peregrinaje del mundo occidental. Su reclamo principal, El velo de la Virgen, ofrecido a los chartrerenos en el año 876 por Carlos el Calvo, y que se muestra como reliquia en el deambulatorio norte. Salvada de otra devastación en 1194, recortada en la Revolución, la Sancta Camisia contribuye a entretener la vida del santuario. Ninguna prueba autentifica su relación con la Virgen, pero recientes análisis científicos han mostrado que se trata de un trozo de tela del principio de nuestra era. Exhibida en la capilla Saint-Piat, el tesoro comprende igualmente algunos bajorrelieves explicando la infancia de Cristo. El culto mariano, siempre organizado en torno a la estatua de la Virgen con el Niño, se desplazó más tarde a La Vierge du Pilier, estatua de madera del siglo XVI. La mayor parte de los monarcas franceses fueron a rezar allí, como san Luis o Enrique III, quien hizo en 1583 el viaje a pie con un bastón desde París. En 1020, y tras varios incendios y destrucciones, el obispo Fulbert comenzó a levantar lo que sería uno de los edificios religiosos más destacados de Occidente. La gigantesca catedral, cuya construcción fue dirigida por nueve maestros de obras, se concibió por etapas. El gran portal real. Las tres ojivas alargadas, el viejo campanario, el campanario nuevo (proeza técnica cuya armazón soporta 22.000 placas de cobre). Rojo y azul Ejecutadas entre 1200 y 1210, las vidrieras bajas son las mejores. Desde el centro hasta las capillas del fondo, sus ventanas, con predominio del rojo y el azul, cuentan historias del Antiguo Testamento. Actualmente, el órgano central, de factura neoclásica, tiene cuatro teclados y 60 juegos de transmisión electroneumática. Cada dos años, la diócesis atrae a los mejores organistas del mundo para participar en un prestigioso concurso internacional de música. Al salir de la catedral es interesante pasearse por la ciudad alta, antiguo dominio del condado. Descubrir el barrio de los escuderos, o la plaza de los Cisnes, corazón de la zona peatonal, y sus terracitas y calles estrechas. O callejear al atardecer. Abundan los jardincillos, calles líricas, rincones desnivelados, arcadas, bellas casas de antiguos artesanos textiles, coladores, tintoreros, tejedores. La pasarela de los Tres Molinos es muy bonita; el barrio Foulerie, pintoresco. Otra zona digna de ser vista es el barrio judío, sector donde la comunidad israelita tenía sus negocios de prestamistas semiclandestinos, sometidos a numerosas prohibiciones (aunque participaron activamente en el enriquecimiento de los notables y en el auge de la ciudadela), y que fue convertido en asentamiento de burdeles o maisons closes, mancebías para los burgueses. En 1886, cuando Emilio Zola hizo allí parada mientras preparaba una de sus novelas, anotó: "M. Charles, de carácter empresarial, tuvo la idea de adquirir uno de los caserones. De un golpe de vista juzgó las necesidades imperiosas de la ciudad, la laguna que necesitaba ser colmada, en un terreno que carecía de un establecimiento honorable". La villa propone museos como el de Bellas Artes, que muestra una obra de Zurbarán, Santa Lucía, y el de Agricultura, con raras máquinas y herramientas y algunos atractivos típicos. Aunque para creaciones extravagantes existe la Casa de Picassiette -literalmente, ladrón de la vajilla (piquer, en francés, significa robar, y assiette, plato)-, seudónimo de Raymond Isidore (1900-1964), individuo autodidacta, sin formación artística, que durante un cuarto de siglo construyó una especie de puzle tremendo y anacrónico montando pagodas, basílicas, templos, palacios (buscando un sincretismo cósmico) con trozos rotos de cristal y loza. Su atractivo viene dado -delirios al margen- por las minuciosas cualidades del ensamblaje, formidable expresión del arte bruto. Sus mosaicos y pinturas murales fueron declarados en 1983 monumento histórico. Los alrededores de Chartres invitan a excursiones, pero el verdadero ensalmo lo contiene su catedral. Un recinto donde la proyección arcaica de cierta trascendencia halló su emplazamiento como huella sublime del tiempo. "Jamás he sentido de forma más nítida la grandeza del genio del hombre", dijo Rodin de Chartres. "Un hombre que, mirando al cielo, un día entenderá su divina soledad sobre la Tierra".
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  • La catedral de Chartres, cerca de París, obra maestra del gótico
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  • Una prueba del genio humano
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