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  • Algunos salen huyendo. Otros se sienten ligeramente decepcionados. Los hay que ni se acercan e intentan disuadirte de que lo hagas. Florencia, ciudad consagrada por entero al turismo, parece espantar a algunos visitantes, sobre todo a ese tipo de turista que llamaríamos renegado: el que repudia su condición de turista -prefiere ser llamado, románticamente, viajero- y evita los destinos masificados, las visitas obligadas y las infraestructuras turísticas. De todo ello hay, y mucho, en Florencia. Lo que para unos son atractivos y comodidades, para otros son una forma de falsificación, una suerte de parque temático, por genuino que sea. Es cierto que la ciudad toscana está sometida a la domesticación que parece exigible a quien ha decidido hacer del número de visitantes su razón de ser. La obsesión por conservarse intacta en su fotogenia de postal -lo que de paso la convierte en una ciudad rígida y mal dotada-, la concentración de todo lo visitable en un espacio reducido e hiperseñalizado -que acaba por convertir los paseos en itinerarios, casi pasillos por los que cruzarnos con los mismos turistas una y otra vez- y la abundancia de reclamos de obligada visita pueden aturdir al viajero y provocarle un cansancio, una melancolía, que nada tienen que ver con el famoso síndrome de Stendhal -que, por cierto, se publicita como una atracción más en los folletos oficiales. Además, los principales e inevitables monumentos de la ciudad -el Duomo, la Signoria con el Palazzo Vecchio y la copia del David de Miguel Ángel, el Ponte Vecchio...- nos resultan tan familiares, tan previsibles por mil veces vistos, que provocan eso que Sánchez Ferlosio diagnosticó años atrás con agudeza como efecto turifel: el mecanismo por el que el ojo no ve, sólo identifica y reconoce, lo que enfría la emoción esperable y puede llevar a la decepción, pues el recuerdo de lo ya visto en fotografías se anticipa a la visión en vivo en una distorsión similar a la que causa en el cerebro eso que conocemos como déjà vu. Buenas noticias Hasta aquí las malas noticias. Ahora, dejémonos de remilgos y celebremos esta formidable ciudad. El que no quiera, que no venga. El renegado, el sedicente viajero, que no pise Italia. El esnob, que se dedique a visitar los suburbios en infructuosa búsqueda de alguna joya no incluida en las guías. Y todos los demás, relájense y prepárense para disfrutar de una ciudad que contiene arte, belleza y autenticidad como pocas en el mundo. Por supuesto, empiece visitando los lugares antes mencionados. Sobrepóngase al efecto turifel, no pierda tiempo en hacer fotografías para las que no encontrará un encuadre que no le parezca de postal, y dedique el tiempo que estime conveniente -siempre será poco- a tales maravillas que, por mucho que las crea previsibles, no dejarán de sorprenderle. Después, una vez liberado y cómodo en su condición de turista sin complejos, asuma que Florencia no se ve en una semana ni en dos, limite sus ambiciones -tal es el peligro de esta ciudad, que puede ocasionarle una crisis de ansiedad por querer verlo todo, todo- y seleccione sin remedio. Aunque Florencia tiene interminables atractivos de interior -museos, palacios e iglesias llenos de frescos, lienzos, esculturas y arquitecturas extraordinarias-, no sacrifique el tiempo de pasear, pues los exteriores no desmerecen. Asuma, para su paseo, que no se va a perder ni tampoco va a descubrir nada inédito, y a cambio vea el lado positivo de que todo esté señalizado y explicado, pues le permitirá localizar y conocer más en menos tiempo. Es cierto que, por el lado negativo, la omnipresencia de paneles informativos puede agotar y, peor aún, distraer la mirada, limitar la observación a aquello señalado como observable, pero cada uno sabrá jerarquizar sus intereses y acabará por liberar la mirada. Pronto descubrirá cómo a veces un interior inaplazable vuelve invisible una fachada tan desnuda como hermosa, o cómo una pintura de renombre deja en la sombra una sencilla bóveda estrellada y azulina. Parabólicas rojas Las calles y casas de Oltrarno, la subida a San Miniato -buen punto para ver la ciudad desde la altura, cómo hasta las antenas parabólicas son rojas en los tejados para no perturbar su imagen inalterada-, las numerosas iglesias cuya enumeración sería tan extensa como gratuita -no seré yo quien le recomiende unas en perjuicio de otras-, las fachadas al río contempladas en el atardecer -cuando los tonos rojizos y ocres de la ciudad facilitan el anacronismo-. Si su sensibilidad necesita descansar de tanta piedra histórica, acérquese también a conocer la poco valorada estación de tren, edificio funcionalista de los años treinta muy interesante. De puertas adentro, toda otra ciudad por visitar, un enorme museo con decenas de sedes donde ver -o reconocer, y volvemos al efecto turifel- la obra de los grandes artistas italianos del gótico y el renacimiento. Si es capaz de saltarse las prescripciones y no anda sobrado de tiempo, tal vez pueda omitir la visita a la Galería de los Uffizi, o limitarla a unas pocas salas -sobre todo si a su vuelta tiene a su alcance el Prado madrileño-, y prefiera otras colecciones con que la ciudad cuenta, sea la Academia, el Bargello, la colección de los Medici en el Palazzo Pitti, u otros pequeños museos menos conocidos, pero también llenos de sorpresas -prácticamente, cada iglesia o palacio contiene su propia y valiosa colección-. Salir de Florencia en automóvil y aventurarse por la Toscana puede ser una experiencia similar en cuanto recordatorio de su condición turística: hasta el último pueblo forma parte del circuito, y las mitificadas bodegas del Chianti dan la bienvenida con cartelones en inglés. No por eso va uno a dejar de conocer, en el camino a Siena, localidades próximas tan deliciosas como San Gimignano, con sus torres, Colle di Val d'Elsa o el pequeño caserío amurallado de Monteriggioni, donde podrá comprobar que nos encontramos en la Italia roja: un pueblo con sólo tres calles, dos de ellas bautizadas como Primero de Mayo y Antonio Gramsci, y la sede de un partido de izquierdas para una docena de vecinos. Y, por supuesto, ese campo toscano que no puede ser señalizado ni guiada la mirada, pues su belleza está en el conjunto sereno, sin accidentes destacados ni espectacularidad paisajística.
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  • 20070414
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  • La joya toscana, redescubierta en una ruta entre lo grande y lo pequeño
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  • Una Florencia de andar por casa
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