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  • Dejadlo en el suelo! Andará solo", dicen que exclamó el escultor Mariano Benlliure a los nazarenos que portaban el paso de San Juan en una radiante mañana del Viernes Santo murciano. Desfilaban los salzillos, los famosos ocho pasos procesionales que el escultor Francisco Salzillo talló para la cofradía de Jesús Nazareno a mediados del siglo XVIII. El realismo de las facciones, la vida que tienen los pliegues de los ropajes, la gracilidad con la que parecen moverse los personajes, el preciosismo de los detalles en estas sorprendentes figuras de tamaño real esculpidas por el más genial de los imaginarios dieciochescos es tal que no sólo a Benlliure, sino a cualquiera de los miles de visitantes que ese día grande de la Semana Santa murciana se agolpan en las calles les parecería de lo más normal que Jesús el Nazareno, La Dolorosa, Judas, San Juan o cualquier otro de los apóstoles se bajaran en un momento dado del trono y se fueran andando por las callejuelas de la vieja Murcia en busca de un pastel de carne o de un poco de sombra ante el sofoco de la primavera. Francisco Salzillo, máximo exponente de la escultura religiosa del siglo XVIII, nació en Murcia en 1707, hijo de un escultor napolitano que se había establecido años antes en la ciudad. Su ingente obra de tallas religiosas y figuras de belén se muestra ahora con motivo del tercer centenario de su nacimiento en la muesta Salzillo, testigo de un siglo, la más ambiciosa de las retrospectivas dedicadas a este grande del barroco español. En ella puede verse hasta el 31 de julio un centenar de piezas del maestro. La muestra se completa con otras 200 obras de autores contemporáneos que ayudan a centrar el mundo en el que vivió y trabajó Salzillo. A los murcianos, habituados a verlos desfilar cada Viernes Santo, puede que ya no les llame tanto la atención. Pero el visitante que recorre la exposición suele quedar petrificado al ver el gesto real de ira de los verdugos que azotan a Jesús o ante la belleza andrógina del Ángel, que parece recién descendido del cielo camino del bosque de Getsemaní. Creerá estar viendo una fotografía de 12 personajes reales de 1763 cuando se detenga ante la Santa Cena. Es la fuerza creativa de Salzillo y la seña de identidad de su trabajo: un realismo brutal, casi fotográfico, y una gran humanidad a la hora de abordar sus personajes. Son santos y vírgenes, pero Salzillo nos los muestra como sus pares: gente normal; rostros humanos y no divinos; imágenes fijas que, sin embargo, tienen vida, sentimientos, virtudes y defectos. Unas características que se aprecian no sólo en sus obras grandes, sino también en la filigrana escultórica de su célebre belén, salido de su taller entre 1727 y 1746 por encargo de Jesualdo Riquelme, un hacendado murciano. Las 556 figuras que lo componen se exhiben también en la exposición. Luego, aprovechando la situación céntrica de las tres sedes de la muestra, merece la pena darse un paseo por el casco viejo de Murcia y comprobar que esa ambientación huertana y barroca que preside el belén salzillesco, ni está tan lejos en el tiempo, ni es una invención del artista. Murcia, la Murcia actual, sigue siendo tan barroca, tan huertana y tan llena de vida como las imágenes de Salzillo. Murcia son sus plazas, espacios que escenifican la realidad social de una ciudad de ritmos cadenciosos donde todavía casi todo se hace a pie, y donde el amor a la tertulia, al aperitivo al aire libre y a la dulce holganza bajo el sol siguen siendo unas normas de convivencia nunca escritas, pero inamovibles. Vía crucis gastronómico Hay un triángulo mágico en esta Murcia recogida: el que forman las plazas de San Pedro, las Flores y Santa Catalina, tres estaciones clave dentro del vía crucis gastronómico murciano en las que, a partir de la una de la tarde, y si el día anda despejado (cosa habitual en este sureste de paisajes africanos), se reúne una turbamulta de todas las edades para oficiar esa liturgia sagrada del aperitivo y la charla sin prisas. Tiempo habrá para volver a casa y comer. Lo normal es empezar con una marinera (ensaladilla rusa sobre una rosquilla y coronada con una anchoa en salmuera) en La Tapa y seguir luego con un plato de pulpo (que aquí en Murcia es de pata gorda y se prepara asado) en el Fénix, o con un pastel de carne, verdadera seña de identidad gastronómica murciana, en la pastelería Bonache. Luego se puede cruzar de un salto la Gran Vía, que parte la ciudad en dos, y que en la escala humana en la que se vive Murcia parece grande, pero que en realidad es una calle un poco más ancha que las demás, y acercarse al paseo de Alfonso X. Allí se puede continuar el tapeo con un plato de hueva de mújol del Mar Menor con almendras en la terraza del quiosco que hay pegado a la tapia de las Claras o con unos caballitos (gambas rebozadas) en la selecta barra del Alfonso. Después de la siesta, aún quedará tiempo para dar una vuelta por la plaza de Belluga y admirar la fachada principal de la catedral, que más que una fachada al uso es un soberbio altar mayor tallado en piedra con descomunales proporciones. De allí se puede salir a la glorieta y, por la vera del río Segura, tomar el malecón y el nuevo paseo que se ha abierto a ambas orillas del cauce, un hilo conductor que enlaza el corazón de la ciudad con el corazón de la huerta en cinco minutos de agradable paseo. Luego, a la noche, será el momento de ir en busca de una cena típica en alguno de los mesones huertanos de calidad (El Salzillo o La Parranda, por ejemplo). O bien buscar esa otra nueva cocina de fusión con toques más internacionales que empieza a hacer acto de presencia en las calles murcianas, y que por fortuna está contribuyendo a diversificar la oferta. Que no todo va a ser morcilla y paparajotes.
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  • Una gran exposición muestra en Murcia la obra de Salzillo
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  • Angelotes de la huerta
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