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  • Hay una nota escrita sobre una de las paredes de la mezquita otomana de Al Adlie. Alguien anuncia que se ha encontrado una cartera extraviada y ofrece su número de teléfono para devolverla. En el hotel Pullman, jóvenes sirias vestidas de vaqueros y hiyab degustan mezze entre risas estruendosas y bocanadas de shisha (narguile). Las terrazas del centro comercial contiguo están atestadas de adolescentes engominados y chicas muy maquilladas que toman refrescos al son de lo último en música árabe y armenia. Beben Miranda, una cola de fabricación local, porque la Coca-Cola está prohibida, como lo ha estado durante años toda clase de fruslerías de importación. Un grupo vestido de negro se levanta para bendecir los alimentos en un restaurante de un distinguido palacete histórico. Es una familia armenia de luto. Junto a ella, familias de musulmanes tradicionales siguen comiendo en discreto silencio. En el recién restaurado hammam otomano de Yalbugha an Nasri, las mujeres se acicalan semidesnudas entre nubes de vapor y ungüentos jabonosos bajo enormes cúpulas cuyos rayos de sol cenital acentúan el dramatismo en claroscuro. Son algunas escenas recurrentes de esta ciudad siria, la segunda más importante del país, a 355 kilómetros de la capital, Damasco. Intensa y elegante, algo marginada del poder central, y de vocación esencialmente agrícola y textil, donde los cerca de tres millones de habitantes y el enloquecido tráfico rodado, que circula a lo cairota-kamikaze, no provocan sensación alguna de agobio ni de inseguridad (¡salvo la vial!). Todo es calma y buenos modos en esta urbe milenaria, tal vez la más antigua habitada del planeta, cuya riqueza histórica atrae a un turismo creciente y a algunas de las más prestigiosas organizaciones internacionales para la preservación del patrimonio. Paradójicamente, debido a los lazos históricos entre ambos países, la presencia española es escasa, exceptuando un proyecto de creación de un jardín de inspiración hispano-árabe en el parque público, y la próxima apertura de un Instituto Cervantes. Diversidad cultural Por lo demás, Alepo, como el resto de Siria, supone la más increíble ventana abierta a la diversidad cultural, en un mundo cada vez más convulso y dividido. Suníes de diferentes escuelas conviven con shiíes que disfrutan de sus propios templos, y con nada menos que 11 comunidades cristianas, entre las que destacan griegos, ortodoxos, católicos, coptos, armenios e incluso arameos que conservan su lengua y sus ceremonias milenarias. Junto con laicos empedernidos de tradición socialista se cruzan también islamistas, perseguidos hasta hace poco, y hoy cada vez más tolerados ante la evidente crecida del islam ortodoxo y tradicional. Alepo procede del árabe halab, leche. Según la tradición, fue en su ciudadela donde Abraham descansó durante su viaje a Palestina, ordeñando a sus rebaños, cuya leche repartía entre los necesitados. Se sabe que está habitada desde el segundo milenio antes de Cristo y ya aparecía citada en los archivos hititas de Anatolia Central, así como en los de Mari (actual Tell Hariri), ciudad situada junto al Éufrates, importante foco de encuentro de las rutas comerciales, habitado sucesivamente por acadios, sumerios e hititas, seguidos, en el 400 antes de Cristo, de asirios y persas. En 333, Alepo fue tomada por Alejandro Magno, y ya en época islámica y de cruzadas, Saladino y su saga protagonizaron aquí algunas de sus gestas más audaces. Tanto peso histórico le presta a la ciudad de los pistachos una venerabilidad y un sosiego que ni siquiera la época dura socialista, bajo el Partido Baaz, ha sabido difuminar. La medina es un apretado entramado de monumentos, islámicos en su mayoría, mientras que los alrededores muestran un asombroso rosario de yacimientos antiguos y clásicos tan espectaculares como San Simeón, que conserva la columna de piedra sobre la que el estilita cristiano del siglo V dejaba correr sus días, elevándola cada vez más, para escapar del acoso de los curiosos. Sin duda, lo más elocuente en historias es la ciudadela, uno de los más impresionantes recintos fortificados de Oriente, habitado desde la antigüedad. Sus restos comprenden un buen puñado de edificios interesantes, como el palacio ayubí del siglo XIII, y la mezquita de Abraham, del siglo XII, en la que al parecer reposan los restos de San Juan Bautista, muy venerado también por los musulmanes. En Alepo se concentra una gran población armenia, acogida por Siria tras el genocidio turco de 1915. Hoy, esta próspera comunidad goza de un barrio propio, el barrio de Jdeida, levantado en el siglo XV fuera de las murallas para escapar de las invasiones mogolas. El barrio cristiano, como aquí se lo conoce, aglutina los principales hoteles y restaurantes singulares en palacios, como el excelente Sissi (deliciosa la gastronomía local). En él se encuentra la catedral armenia, que se erigió en homenaje a las víctimas, y diversos otros templos destinados a los diferentes cultos, como esa florida capilla maronita de vocación mariana, en plena calle. Cierto es que musulmanes y cristianos trabajan aquí codo con codo, pero la realidad impone un sutil velo de diferencia, haciendo casi imposible, por ejemplo, los matrimonios mixtos. La Mezquita Grande y el zoco En la zona musulmana de la medina, más pobre y menos cuidada, se aglutinan sin embargo los principales monumentos. Uno de los más visitados es la recién restaurada Mezquita Grande, amalgama de épocas y estilos. Llaman la atención los numerosos caravasares, o jans, estructuras de época otomana a modo de fondas en las que reposaban los mercaderes que acudían con sus caravanas. Los de Al Wazir y Al Jumruk, bellísimo, están dedicados a fines comerciales. Pero es tal vez el Bimaristán Arghan, hospital psiquiátrico del siglo XIV, el que mejor demuestra la supremacía cultural siria durante la Edad Media. De época mameluca, está compuesto de varias estancias en torno a patios rodeados de alcobas que van creciendo en espaciosidad a medida que avanzaban los tratamientos. Cada patio está dotado de una fuente de distinto tamaño y forma, con el fin de que los enfermos no acusaran la monotonía del encierro.Conformes a las teorías de la contrapsiquiatría, los tratamientos consistían en la curación mediante el sonido del agua, el tratamiento de la luz y del espacio y, sobre todo, la música. Pero para sumergirse en el bullicio cotidiano y acogedor de la ciudad no hay como perderse en el zoco, uno de los mayores y más auténticos del mundo islámico. Y allí, entre olores a cardamomo, jabón de aceite y té, dejarse seducir por los tejidos tradicionales, la taracea y la filigrana, y, lo más importante de todo, el calor inigualable de la gente.
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  • En el corazón de Siria, una de las urbes habitadas más antiguas del mundo
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  • Alepo, la ciudad de los pistachos
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