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  • Si le da tiricia la arena, quizá éste no sea su reportaje favorito. Porque Jericoacoara -nombre de origen tabajara que significa montaña con forma de yacaré- es sobre todo eso, arena. Dunas gigantescas, blancas, de fina arena, tan altas como edificios; kilómetros y kilómetros de playas solitarias sin un solo elemento humano. Y viento, mucho viento, que zarandea los finos granos de sílice hasta convertirlos en pequeños e incómodos proyectiles sobre la piel de los visitantes. Viento capaz de mover las dunas hasta tragarse pueblos enteros; tan fuerte, constante y seguido durante 10 meses al año que ha convertido este recóndito lugar de la costa norte de Brasil en una de las mecas de los amantes del sur, el windsurf y el kitesurf. Hasta la década de los ochenta, Jericoacoara no era más que una humilde aldea de pescadores en el Estado brasileño de Ceará, a unas cuatro horas de carretera de la capital, Fortaleza. Como ocurre casi siempre, los primeros en descubrir un lugar tan privilegiado y ajeno a toda especulación turística fueron los mochileros. Por entonces, la inmensa superficie de dunas que rodea Jericoacoara impedía la llegada de ninguna carretera asfaltada y de casi ningún avance tecnológico. Hoy, dos décadas después, las fabulosas condiciones del viento y la belleza inalterada del lugar le han convertido en una de las referencias para el turismo de naturaleza y de deportes de deslizamiento. En 2002, el Gobierno brasileño declaró toda la zona de dunas parque nacional. Por fortuna, otras muchas cosas continúan inalteradas en Jeri, como la llaman sus habitantes. Todo a pie Por ejemplo: sigue sin haber ninguna carretera hasta la aldea, por lo que desde la última localidad de cierta importancia, Jijoca de Tijuca, hay que ir en todoterreno o en buggy dando tumbos por encima de las dunas. Tampoco existen pavimento ni aceras: el suelo de sus cuatro únicas y paralelas calles es de arena, así como el de muchas de las tiendas, restaurantes u hoteles que han ido creciendo al pairo del desarrollo turístico, pero sin perder nunca de vista la construcción tradicional cearense de perfil bajo y materiales naturales ni destruir su encanto de aldea de pescadores. Tampoco hay luz eléctrica en las calles, donde la única iluminación proviene de la sobrante en las viviendas, que se cuela a través de los vanos de puertas y ventanas, o de la luna y las estrellas. Ni que decir tiene que tampoco hay autobuses ni taxis: en Jericoacoara, todo se hace a pie. "Es un lugar encantador para establecerse", asegura Ivana Campos, una brasileña de Fortaleza que se retiró a vivir aquí. "Terminas un día de trabajo y puedes subirte a una duna a ver la puesta de sol. Trabajas sin horarios y sin prisas porque se vive en sandalias, en bermudas y, eso sí, con mucho protector solar, porque tenemos un sol maravilloso, pero muy fuerte". Una opinión que comparte Beto Franco, propietario de una escuela de windsurf: "Vivir aquí es muy tranquilo para los que gusten de deportes náuticos con viento; es el mejor lugar del mundo, porque, la verdad, uno nunca sabe si hoy es lunes, o martes, o domingo, o qué hora es. La única cosa que sabes es a qué hora va a entrar el viento para navegar". Lo normal es pasar la mañana en la playa o navegando. Hacia las cinco de la tarde, todos los visitantes suelen dejar lo que están haciendo para empezar una especie de peregrinación hacia la cima de la gran duna que amenaza Jeri por el norte, y que no en vano tiene el nombre de Portas do Sol. Desde arriba, todos los días, a las seis de la tarde (no hay que olvidar que estamos casi en el ecuador) se divisa uno de los atardeceres más bonitos de Suramérica. Cuando el disco redondo termina por acostarse en el Atlántico, los mismos peregrinos hacen el recorrido inverso para bajar hasta la playa que hay delante de la aldea, donde empieza otro ritual de capoeira, música, bailes y venta ambulante de artesanías y abalorios. Es hora de sentarse en uno de los bares de la fachada marítima, entre palmeras y ficus, para tomarse una cerveza bien helada o una caipirinha y disfrutar del espectáculo de los últimos claroscuros del día jugueteando entre las dunas y la inmensidad del Atlántico. Otra posibilidad es alquilar un buggy para recorrer el parque nacional. Una de las excursiones más interesantes lleva hasta la laguna de Tatajuba, a 30 kilómetros de Jericoacoara, uno de los muchos estanques de aguas salobres que las lluvias nutren sobre las cuencas cerradas que forman las dunas. La salida en buggy de Jeri ya es espectacular, por un playazo enorme y soberbio en marea baja que más parece un desierto alisado a la llana, con una fila de manglares a la izquierda y el océano batiéndose en retirada a la derecha. Luego, en la aldea de Guriú, hay que atravesar un río de marea, como llaman aquí a los entrantes de agua marina que se cuelan entre las dunas, y que a veces pueden llegar casi veinte kilómetros hacia el interior. Los vehículos cruzan el brazo de agua a bordo de barcazas gobernadas con perchas por los habitantes, quienes sacan así un sobresueldo a su actividad tradicional de pescadores. Un mar de dunas blancas Tras Guriú viene un mar de dunas blancas que a mediodía reverberan con un brillo de nieve y donde es fácil perderse. Una de las referencias de la travesía es el coquiero solitario, un enorme cocotero que crece como un ermitaño en mitad de los arenales, desafiando cualquier ley de la naturaleza, y que los conductores que se aventuran en este desierto de colinas blancas utilizan como referencia de orientación. Al final aparece Tatajuba, donde aún se vive de la pesca en la laguna o en mar abierto, un lugar enigmático en un entorno de palmerales y montañas de arena. Según una leyenda muy arraigada en el pueblo, debajo de una de ellas está enterrado el último galeón que se atrevió a surcar estas aguas someras para cargar pescado. Dicen que algunas noches aún se ve brillar el farol del palo mayor en la cresta de la duna, y que los días de mucho viento, quienes merodean por los alrededores oyen el tañir de la campana del navío en su postrera llamada de socorro. Lo que no es ninguna leyenda es que otra de estas gigantescas dunas móviles se tragó hace 30 años la antigua aldea de Tatajuba. Fue una labor lenta, pero inexorable. Los vecinos veían cómo día a día la enorme masa de partículas de sílice se acercaba a sus casas, colmataba las calles y empezaba a entrar por las ventanas. Hasta obligarles a abandonar el pueblo, que quedó engullido por la arena. Aún son visibles restos del campanario de la iglesia en lo alto de la duna. Por si acaso, la nueva Tatajuba se ha construido al otro lado de un río de marea, lo único capaz de frenar el avance de estos gigantes silenciosos y evitar que se vuelvan a comer sus hogares. Así de bravo y de subyugante es este parque nacional brasileño.
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  • Arena, sol y viento en Jericoacoara, el parque nacional brasileño
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  • 'Capoeira' y ocaso en las dunas
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