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QUIEN desee huir del gigantesco parque temático en el que se ha convertido Venecia lo tiene fácil: basta con dirigirse a la estación marítima que se encuentra junto a la plaza de San Marcos, tomar el vaporetto 82 en dirección Tronchetto, cruzar la laguna y desembarcar en Giudecca.
Esta isla es un lugar insólito y poco frecuentado donde no abundan los turistas. Sus vicoli (calles estrechas) y sus casas de vecinos rezuman cotidianidad. Si se madruga, es posible ver a grupos de venecianos que caminan hacia sus oficinas, escolares acompañados de sus madres, diminutas embarcaciones que depositan víveres en los muelles y mujeres que tienden la ropa en las cuerdas de las calles y que parecen salir de alguna película neorrealista.
Giudecca -que antaño se hacía llamar Spinalonga (espina larga) debido a su estrechez- no comparte la exuberancia veneciana, pero permite hacerse una idea del aspecto que una vez tuvo su hermana mayor. Aparte de sus zonas residenciales y sus pequeñas áreas de servicio, existen huertos, jardines privados, fábricas textiles (como la de Mariano Fortuna) y dos astilleros dedicados a la construcción de góndolas que hacen las delicias de los más curiosos. Asimismo, merece la pena visitar las iglesias y los edificios monumentales que la pueblan. Para admirarlos, lo mejor es apearse en cualquiera de los dos extremos del islote: en Sacca Fisola o en Zitelle. El paseo a pie por las fundamenta (las calles que bordean los canales), que funcionan como muelles, paseos marítimos y plazas públicas, es muy sugerente. En su recorrido se pueden contemplar la fachada neogótica del molino Stucky, el convento Delle Convertite (una cárcel femenina que antes fue monasterio y casa de acogida de prostitutas), la iglesia de Santa Eufemia, del siglo IX; la del Redentor, del arquitecto Andrea Palladio; el templo Delle Zitelle, Il Cipriano (uno de los hoteles más lujosos de Venecia) y, por último, el campanario y la silueta de la maravillosa basílica flotante de San Jorge el Mayor.
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