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  • Nada más llegar al pequeño aeropuerto de Sunport, en Albuquerque (Nuevo México), uno, inmediatamente, advierte dos cosas: que Estados Unidos es un conglomerado de países muy distintos entre sí, y que estamos en uno de los más remotos, esencialmente nativos, orgullosos y contradictorios. Ubicada en lo alto de una meseta, fuera de las rutas más comerciales o turísticas de América, Albuquerque parece haber crecido como una ciudad absorta, de un sutil aire pacífico, enclavada en medio de infinitos desiertos que son surcados por dos autopistas que la convierten en una cuadrícula: la Ruta 25 y la Ruta 40. Extendida en el valle del río Grande, la ciudad crece casi a orillas de las Montañas Sandía, y mirando en cualquier dirección, uno alcanza a observar la infinidad de suaves colinas que parecen cobijar a la ciudad, la más grande y poblada del Estado de Nuevo México (la ciudad fue fundada en 1706 siendo virrey de Nueva España el duque de Albuquerque, y tiene hoy 450.000 habitantes. La extensión de Nuevo México es de 315.190 kilómetros cuadrados, y cuenta con una población de 1,8 millones de habitantes). Pero esa imagen de ciudad varada en el tiempo puede resultar engañosa cuando se la conoce un poco mejor: esta vieja urbe de origen inconfundiblemente español y trufada de aspectos nativos americanos ha sabido combinar con inteligencia su condición de cruce de caminos cultural, ofreciendo al visitante insospechados matices que nos transportan de un mundo moderno y pujante a otro más antiguo y reservado. Desde el diseño del aeropuerto (con motivos indígenas) hasta las rampas y los puentes de las autopistas, todo parece recordarnos la tremenda importancia que tiene para la ciudad su cultura milenaria y sus orígenes españoles. Casonas de adobe y vigas Basta darse una vuelta por el remozado Distrito Viejo, en cuya plaza principal se encuentra la iglesia de San Felipe Neri, rodeada de casonas de adobe y vigas, con su bullicioso mercado de artesanías y su cerca de un centenar de negocios, sobre todo relacionados con el turismo. También podemos visitar algunos museos en este Pueblo Viejo: el de la Serpiente de Cascabel, el Museo Nacional Atómico y el de la Turquesa. Aun así, no se trata de una ciudad que de entrada parezca atractiva, sino más bien práctica, crecida con previsión y ese orden vagamente calvinista que tienen las ciudades norteamericanas, incluso ésta, donde la población chicana y la nativa americana resultan elementos centrales de una sociedad compleja y multicultural. Albuquerque se extiende y parece crecer partida en dos. Basta acercarse a la Nob Hill-Highland's Main Street, la calle principal de la ciudad, cuya otra cara es la de ser parte de la mítica Ruta 66, que llevó a cientos de miles de estadounidenses hacia la esperanzadora California durante la gran depresión que vivió aquel país en el primer tercio del siglo pasado. Con el transcurso de los años, Nob Hill se transformó en el principal suburbio de la ciudad, y su condición de paso importante y atractivo se deja ver en su arquitectura, salpicada aquí y allá por una fascinante muestra de esa América de road movies, moteles, letreros de neón y edificios kitsch que todos hemos visto en las películas: aquel café en forma de sombrero mexicano, el otro de más allá convertido en cono de helado de tonos pastel, el de más allá simulando un tipi navajo... Todo lo necesario para atraer a los viajeros y con el tiempo a los turistas que se acercan a la ciudad para conocerla mejor, para disfrutar de su aire de provincias y de sus paisajes inenarrables. La Ruta 66 sigue siendo uno de sus principales atractivos, como puede uno observar al acercarse a cualquier tienda de souvenirs, donde encontrará desde camisetas y gorras con logos y leyendas alusivas hasta libros sobre su rica historia. Pero Albuquerque no es sólo la Ruta 66, ni mucho menos. La ciudad ofrece un suculento y diverso menú cultural que puede pasar inadvertido para el turista despis-tado que no ha tenido tiempo de replantearse distancias y magnitudes. Salvo el downtown, con un puñado de rascacielos que se distinguen fácilmente cuando uno llega por la autopista, la ciudad es un extenso conglomerado urbano compuesto por barrios residenciales trazados como con tiralíneas, que resulta imposible tratar de visitar a pie o en autobús. Reservas indígenas Vale la pena acercarse a Taos, a unos 200 kilómetros de Albuquerque, un extenso valle cerca del río Grande: un verdadero paraíso para los amantes de la naturaleza, de la pesca y de la navegación en balsa. Muy cerca de allí podemos visitar alguna reserva indígena, donde los nativos ofrecen danzas rituales por unos pocos dólares. Igualmente puede visitarse Acoma -conocida también como Pueblo Cielo-, a hora y media de Albuquerque, una hermosa villa indígena situada en una meseta y con vistas a una espectacular pradera que nos traslada de manera inmediata a la imagen más pura del salvaje Oeste americano. Pero sin lugar a dudas, lo que le da a Albuquerque su actual identidad, a la vez moderna y colorida, desenfadada y juvenil -como sus muchos cafés y bares nocturnos-, es el espectacular festival de globos aerostáticos que todos los años, a principios de octubre, cubre durante nueve días su intenso cielo azul de cientos de globos de colores, mientras el aire se llena de olor a hamburguesa y perritos calientes, a chile y tortillas mexicanas: una mezcla de aromas tan particulares e intensos como su propia historia. .
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  • Albuquerque, en Nuevo México, salvaguarda las raíces de los nativos de América
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  • Danzas para atrapar sueños
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