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  • Las Lofoten, esas islas rocosas y nevadas situadas más allá del Círculo Polar Ártico, acosadas por un mar turbulento que inspiró alguna de las mejores historias de Julio Verne, como la del remolino gigante que aparece en la novela Veinte mil leguas de viaje submarino, siempre han fascinado a los viajeros. Y llegar a ellas desde Bergen, en barco, a bordo del centenario Hurtigruten, en una travesía parsimoniosa de tres días y tres noches, puede antojarse la forma más exquisita de apurar el periplo y demorar la recompensa. Hurtigruten, el Expreso de la Costa, es la línea marítima regular que, desde hace casi cien años, une las ciudades del sur de Noruega con los puertos aislados del mar de Barents. Cada anochecer, un barco parte de Bergen para atracar, seis días y 32 paradas más tarde, después de rodear la península escandinava, en Kirkenes, junto a la frontera rusa, donde inicia el regreso. Los noruegos lo proclaman, sin demasiada exageración, como el viaje por mar más bello del mundo. Las naves son utilizadas tanto por los habitantes locales, para efectuar trayectos cortos de apenas unas horas, como por el turismo internacional, para realizar la travesía hacia el norte (Bergen-Kirkenes), hacia el sur (Kirkenes-Bergen) o la excursión completa de 12 días. Días de navegación Decidimos pasear por la zona antigua de la bulliciosa ciudad de Bergen y después dirigirnos hacia el muelle, dispuestos a navegar durante varios días a través del agitado Atlántico, y a cruzar, poco antes de llegar a las islas, los míticos 66° 33' de latitud norte, esa línea imaginaria que marca el Círculo Polar Ártico. La ilusión casi infantil con la que nos encaramamos al Hurtigruten no defrauda ni un instante en las jornadas siguientes: los camarotes donde desplegamos mapas y apuntes son desahogados; las vistas que a cada momento se abren a un lado y otro del buque parecen sacadas de una postal, y el ambiente que se respira a bordo, alejado de la agitación de los cruceros veraniegos, invita a la contemplación del paisaje, a la charla sosegada o a la lectura de algún libro de Knut Hamsun. En etapas sucesivas visitamos brevemente Ålesund y Tronheim, que destacan entre los diminutos pueblos que salpican los fiordos del sur de Noruega, para divisar una tarde, al poco de zarpar de Bodø y después de atravesar el Vestfjorden, los copetes blancos de las montañas que rodean Svolvaer, la capital de las Lofoten. El archipiélago lo conforma un conjunto de siete islas de origen volcánico y siluetas escarpadas que se extienden hacia el suroeste, adentrándose en el océano, como si de una auténtica muralla defensiva contra los vientos del oeste se tratara. Bañadas por la corriente del golfo, disfrutan de una temperatura media templada si la comparamos con la de Islandia o Groenlandia, que se ubican en idénticas latitudes. Esa misma corriente cálida hace que sus aguas atraigan cada año, entre enero y abril, formidables bancos de bacalao desde el mar de Barents. En sus 1.227 kilómetros cuadrados viven unas 25.000 personas, dispersas en municipios minúsculos y aldeas apacibles que hasta hace bien poco tenían como única actividad la pesca. Una carretera estrecha, pero suficiente para el escaso tráfico rodante, la E-10, conecta, a través de puentes y túneles, el norte y el sur del archipiélago sin tener que recurrir a ferrys ni barcazas. Secaderos de bacalao Svolvaer nos recibe, ya entrada la primavera, cubierta de una nieve que se agolpa a los lados de las aceras y las calles. Encajonada en una bahía entre el mar y los picachos que la circundan, es el primer sitio de las islas donde observamos dos de sus elementos característicos: los enormes tendederos, de hasta 30 metros de longitud, donde se pone a secar durante los meses cálidos el bacalao recién capturado, y las rorbuer, esas antiguas cabañas de madera, de paredes rojas y techos negros, que servían para que los pescadores pasaran las noches durante la temporada de faena, y que los lugareños han ido reconvirtiendo en hospedajes para turistas. Nos alojamos en una de ellas, al borde del agua, rodeados de gaviotas, y a cuya espalda se extiende un secadero con miles de bacalaos colgados al aire. Desde allí queremos desplazarnos, sin urgencias ni propósitos, hacia el extremo meridional, el punto en el que, a unos 130 kilómetros en dirección sur, acaba la ruta E-10: la aldea de Å. A lo lejos quedan las islas de Væroy y Røst, sólo accesibles por ferry. El autobús que cada cuatro horas comunica Svolvaer con Å sale puntual de una esquina de la plaza principal de la ciudad: no hay estación para tan poco movimiento. Poco después, a una velocidad cauta que nunca supera los 70 kilómetros por hora, se sobrepasa la localidad de Kabelvåg, con su impresionante iglesia de madera, pintada en amarillo ocre y negro, capaz de albergar hasta mil feligreses. Cruzamos más tarde, entre valles horadados por lagos aún helados, a la isla de Vestågøy, donde reclama nuestra atención el Lofotr Vikingmuseum, que se erigió aprovechando los restos de la mayor casa vikinga excavada en el norte de Europa. A Flakstadøy se llega recorriendo el túnel que penetra bajo el agua y que emerge a un par de kilómetros, en la orilla opuesta. Es entonces cuando se puede disfrutar del espectáculo de las Lofoten en estado puro. Roquedales nevados que se precipitan en el mar cerca de Nusfjord, playas de arena fina rodeadas de montañas en la localidad de Ramberg y fiordos profundos que se extienden alrededor del maravilloso pueblo de Reine, ya en la isla de Moskenesøy. Y aquí, frente a uno de los panoramas más sobrecogedores de Noruega, nos acomodamos para descansar algunos días en una rorbuer y navegar por el Reinefjord. La última etapa la hacemos a pie, bordeando el océano hasta que se alcanza el poblado de pescadores de Å. Paseamos en silencio por unas calles desiertas y buscamos refugio en una cabaña bermeja cuya terraza vuela sobre el mar.
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  • 20070811
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  • Travesía de las islas noruegas de Lofoten en la centenaria línea Hurtigruten
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  • Más allá del Círculo Polar
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