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  • Ya el entorno inclina al asombro. Nadie se espera que en un faldón de La Mancha puedan existir tales parajes. Tan húmedos y jugosos que algunos cronistas, propensos a la hinchazón hiperbólica, les han colgado el rótulo de "Suiza manchega". El culpable de ello: el río Mundo. Nacido con escándalo y belleza en Los Chorros, cerca de Riópar, en la sierra de Alcaraz, el cauce novato se abre camino entre paredes calizas, cada vez más fieras, envalentonado con el caudal feudatario de arroyos y regatos. Llega así a formar un tramo de gargantas pintorescas, entre Ayna y Liétor, que se conoce como las hoces del Mundo. Los pueblos se encaraman en lo alto del calar, dejando la orilla escasa para huertas y cultivos, sotos madereros y también molinos y batanes, que el río o sus acequias ponen a trabajar. Ayna se acomoda como puede en uno de esos paredones rocosos de las hoces. Allí, el tajo es muy profundo, y la forma mejor de calibrarlo es ascender hasta el mirador del Diablo, por encima del pueblo; las vistas compensan el esfuerzo. Ayna, segregada de Alcaraz en 1565 por un privilegio de Felipe II, que guardan como oro en paño en el Consistorio, no ha conservado vestigios notables. Desde el hotel Felipe II o el propio Ayuntamiento se organizan excursiones a la cueva del Niño, descubierta en los años setenta, y que guarda pinturas del paleolítico entre caprichos de estalactitas. De camino a Liétor aparecen cortijadas que fueron desahuciadas, aunque alguna ha llegado a reciclarse para el turismo rural. Liétor es otro pueblo con historia. Sus calles angostas, en cuestas que quitan el resuello, denuncian su estirpe morisca. Tras la conquista cristiana, la villa quedó en manos de la Orden de Santiago, encargada de vigilar otras aldeas o cortijos dispersos por los pliegues serranos. Su riqueza forestal y ganadera tuvo, hasta el siglo XVIII, una ayuda en la industria textil; se tejían paños de lana y estameñas. Trazas góticas En la plaza, frente a una curiosa fuente de azulejos antiguos, la parroquia de Santiago deja adivinar sus trazas góticas, aunque fue rehecha en el siglo XVIII. Aloja pinturas ilusionistas del italiano Pablo Sístori, un órgano barroco que ameniza las veladas de los veraneantes y un pequeño museo comarcal. En el convento de carmelitas descalzos puede verse una talla de Salzillo y un claustro con pinturas murales. Hallazgos que se quedan chicos ante el asombro que mentábamos al principio, que ha ido in crescendo con el paisaje y llega a una suerte de clímax en la ermita de Belén. Eso sí que nadie se lo espera. Levantada a costa de Alonso de Tobarra en 1570, por fuera no muestra nada llamativo. Por dentro, sin embargo, está cubierta sin dejar resquicio por pinturas murales que un artista anónimo, o varios, se entretuvieron en plasmar con formas barrocas e ingenuidad aldeana. La flor y nata del santoral, más algún que otro patrón milagrero, se acomodan en retablos de puro trampantojo, bajo doseles fingidos o dentro de ordenadas cenefas. Donde no cabe santo o angelote hay medallones, jarras, hojarasca sin respiro. Y en un rincón bajo el coro, una Muerte al acecho que recuerda los ciclos murales de algunas abadías italianas. Tal vez el artista que allí arrinconó a la Muerte era hombre de mundo, para hacerle honor a su río.
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  • De Ayna a la ermita de Belén, en ruta por la sierra de Alcaraz, en Albacete
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  • Delicias de la Suiza manchega
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