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  • A San Sebastián la adornan suficientes lindezas como para no necesitar más engalanamientos, pero a pesar de eso alberga, a finales de septiembre de cada año, un Festival Internacional de Cine de clase A, la categoría más alta, que en Europa sólo comparte con Cannes, Venecia, Berlín y, desde hace dos años, Roma. Muchas personas creen que esos festivales son cenáculos restringidos para periodistas y gentes del sector -como lo son, por ejemplo, las grandes pasarelas de moda-, pero no es así: cualquiera puede sacar una entrada, a un precio más económico del habitual, y ocupar su butaca para disfrutar del espectáculo. San Sebastián se convierte durante el festival, por tanto, en un destino turístico perfecto. A su belleza urbana, su enclave natural (o sobrenatural) extraordinario y su gastronomía portentosa se une en esos días una oferta cultural de primera magnitud. La ciudad, que según muchos de sus habitantes es provinciana y somnolienta, se sacude como un gran lagarto desperezado y muda su piel. Cuando se inauguraron los cubos del Kursaal, levantados en un extremo de la playa de Gros, en la desembocadura de la ría, dividieron a los donostiarras en dos mitades enfrentadas, como ocurre a menudo con las grandes obras: los partidarios entusiastas y los detractores acérrimos. Hoy ya apenas quedan rescoldos de aquella polémica. Los cubos proyectados por Rafael Moneo para servir de Palacio de Congresos se han convertido en un símbolo de la ciudad y en el emblema del festival de cine. En ellos se celebran desde hace años las sesiones de gala, las ruedas de prensa y decenas de proyecciones, desde la mañana hasta la noche ininterrumpidamente. El espectador obsesivo podría ver cada día cinco películas, una detrás de otra, y, con empeño, incluso seis. A las 8.30 de cualquiera de los días del festival, ya se observa en los alrededores del Kursaal un hormigueo de gente medio sonámbula que camina hacia las salas. Periodistas, estudiantes, viajeros curiosos, donostiarras que se toman vacaciones laborales en esos días para asistir a las sesiones de cine... Una tribu heterogénea que llena en cada sesión las salas. A las 9.00 se apagan por primera vez las luces, y para quien está acostumbrado a ir siempre al cine los sábados por la noche o los domingos por la tarde, como un acto social, ese espectáculo de la oscuridad a deshora y del silencio casi religioso resulta una experiencia fascinante. Pero tal vez más fascinante aún es salir luego de la sala, al acabar la película, desovillando aún las imágenes de aventuras fantásticas o de dramas terribles que acaban de verse, y contemplar de golpe, a través de los ventanales del Kursaal, ese mar bellísimo que colma la ciudad. La luz, soleada o neblinosa, se aploma allí con parsimonia. Se queda quieta. El teatro Victoria Eugenia Las proyecciones del festival, aparte de en los dos auditorios del Kursaal, se realizan en los cines Príncipe y Antiguo Berri, y en el teatro Principal, reservado, éste sí, para pases restringidos a periodistas y acreditados. Algunas proyecciones especiales, de carácter más familiar o multitudinario, tienen lugar en el Velódromo de Anoeta. Este año reaparece también en escena el teatro Victoria Eugenia, que llevaba varios años cerrado con trabajos de rehabilitación. En él se proyectarán las películas de la sección Perlas -la que San Sebastián dedica a recuperar los mejores filmes de los festivales de Cannes, Venecia y Berlín, celebrados con anterioridad- y se emplazarán las burocracias del certamen. A excepción de los cines Antiguo Berri, en el barrio del Antiguo, y el Velódromo, el resto de las sedes se encuentra en un palmo de tierra, en el corazón turístico de San Sebastián. El otro cogollo del festival, el más mundano, está en el hotel María Cristina, junto al teatro Victoria Eugenia y a un centenar de metros -ría mediante- del Kursaal. En él se alojan todas las estrellas de relumbrón y muchas de las de medio pelo que acuden al festival para presentar sus películas. Allí se celebran entrevistas, tertulias y fiestas promocionales, de modo que sus pasillos y sus salones son un hervidero en el que se reúnen los curiosos que andan a la caza de un autógrafo o una fotografía, los periodistas en faena, los cineastas que trabajan detrás de la cámara y los benditos actores, que llenan la ciudad, en mayor o menor medida, de eso que unos llaman glamour y otros mitomanía. Los turistas mitómanos también tendrán, por tanto, su momento de gloria en San Sebastián. Divisar desde la Concha a Kevin Costner; cruzarse en la calle con Jessica Lange, Emmanuelle Béart o Sean Penn; ver una película cerca de Anjelica Huston; tomar un pincho al lado de Pedro Almodóvar o una copa junto a Matt Dillon (o junto a sus guardaespaldas), son lances más que posibles. Y a veces se convierten en momentos inolvidables. Pero incluso en época de festivales, no sólo de cine vive el hombre. Y si en asuntos cinematográficos y glamourosos se puede sentir en ocasiones envidia de los currículos de Cannes, Berlín o Venecia, en materia de pitanzas y manjares San Sebastián no tiene competencia. Su hoja de servicios gastronómica, como todo el mundo sabe, es inmejorable. Y hay mesa y mantel para todos los paladares y presupuestos. El cinéfilo mochilero puede tomar bocadillos contundentes, sabrosos y baratos en Narrika y Giroki, dos bares situados en la zona vieja de la ciudad -en lo viejo-, ese dedo de tierra que separa la bahía de la Concha de la ría y de la playa de Gros, al pie del Kursaal. El turista clásico, sean cuales sean su apetito y sus preferencias, deberá comer al menos un día de pinchos, yendo de bar en bar para elegir, de entre las bandejas repletas que se exhiben, aquellas delicias que más convengan a su gula. Hay decenas de locales, y es aconsejable dejarse guiar por la vista, que, como se sabe, alimenta a veces casi más que el estómago. La Cepa y Goiz Argi, de corte tradicional, o Gambara y La Cuchara de San Telmo, de aire más refinado, son -sin salir de lo viejo- sitios más que recomendables para tomar un tentempié inolvidable entre película y película. Quienes prefieran un almuerzo más convencional, sentados en mesa, tienen también donde elegir. En San Sebastián lo difícil es encontrar un sitio donde se coma mal, de modo que cualquier restaurante con menú del día puede convertirse en un acierto. El clásico Urepel, en la ribera de la ría; el Beti Jai y el Urola, en la calle de Fermín Calbetón, y el Kaskazuri, con vistas al mar y cocina creativa, garantizan el deleite sin alejarse de las salas de cine. El café Oquendo, enfrente del teatro Victoria Eugenia, ofrece, entre fotografías nuevas y antiguas de estrellas que han pasado por el festival, todas las posibilidades: pinchos en la barra, menú en un salón y comida a la carta en otro. Todo ello de calidad. Y La Perla, emplazado en la playa de la Concha, con un gran ventanal desde el que se ve el mar, es ideal para una cena romántica, con Jessica Lange o Matt Dillon si es posible, o con criaturas más humanas si no lo es. San Sebastián y sus alrededores es una de las regiones del mundo con más estrellas Michelin de restauración por kilómetro cuadrado, y eso ningún turista hedonista -y no muy pobre, eso sí- puede desaprovecharlo. El Akelarre de Pedro Subijana en el monte Igueldo, el Zuberoa de Hilario Arbelaitz en Oiartzun, el Mugaritz de Andoni Luis Aduriz en Rentería, y los restaurantes de Martin Berasategui en Lasarte y de Juan Mari Arzak en el casco urbano de San Sebastián, son catedrales en las que es posible rezar por algo más de cien euros. Cada turista puede preferir uno u otro, pero sólo para diferenciar los grados de excelencia. Y aunque resulte sorprendente, no es necesario planificar con mucha antelación -ni siquiera en época de festival- la reserva: puede incluso improvisarse sobre la marcha. Durante los días del festival, en San Sebastián hay más de una gran fiesta diaria. Las productoras cinematográficas organizan gaudeamus promocionales para bautizar las películas. La mayoría de ellos se celebran en la discoteca Bataplán, que, como La Perla, ofrece una visión de la Concha admirable desde sus balconadas. Suele ser necesaria invitación para entrar en esas fiestas, pero la picardía, el mercadeo o la mera súplica permiten a cualquier turista tenaz colarse en alguna y, si tiene suerte, ver el lado más oscuro de las estrellas. Fachada churrigueresca El turista que al olor del celuloide haya acudido a la ciudad por primera vez debe guardar un respiro para visitarla, aunque lo mejor de San Sebastián está entre esas esquinas que albergan el festival. Sin salir de la parte vieja, puede visitarse la basílica de Santa María del Coro, que, encajonada entre casas a los pies del monte Urgull, tiene una fachada de estilo churrigueresco muy interesante y honra a la patrona de los donostiarras. A un paso de allí se encuentra el Museo de San Telmo, ubicado en un antiguo convento dominico del siglo XVI que posee un claustro hermosísimo. En ocasiones ha albergado exposiciones del Festival de Cine, pero en la actualidad está en fase de reformas. Sin hacer propósito de verlos, el visitante pasará continuamente por delante del Ayuntamiento y atravesará para ir al Kursaal el puente modernista de la Zurriola, desde el que muchos pescadores lanzan sus cañas al atardecer. Un paseo hasta la catedral y sus alrededores, hasta el palacio de Miramar y hasta el Peine de los Vientos, la escultura de Chillida que cierra la bahía de la Concha en uno de sus extremos, completará sobradamente el paisaje donostiarra. En Hernani, a pocos minutos de San Sebastián, está el Museo Chillida, el Chillida Leku. Es un museo que gusta incluso a aquellos a los que no les gustan los museos ni les gusta Chillida. Establecido en el caserío que él utilizaba como taller, es, además de un recorrido por la admirable obra del escultor, un ejemplo de pedagogía artística. Paseando por sus prados y contemplando las esculturas en aquel entorno es posible sentir sin comprender, asombrarse sin razonar. El hierro y la piedra, las formas, la brutalidad de la naturaleza: Chillida. El Chillida Leku, Pasajes de San Juan, Hondarribia o Zarautz son lugares que el viajero debe visitar si tiene ocasión. El festival de cine se celebra una vez al año, puntual, de modo que es posible reservar siempre en septiembre unas pequeñas vacaciones -un fin de semana sólo, incluso- para regresar a Donostia, a la ciudad bella, y cumplir casi como un ritual con esa rutina envidiable: ver cine a cualquier hora, comer como comen los dioses, trasnochar y divertirse al lado de actores famosos, darse un chapuzón en las playas donostiarras y explorar esa tierra llena de sorpresas. ¿Es posible dar más en tan poco tiempo? - Luisgé Martín (Madrid, 1962) es autor de Los amores confiados (Alfaguara).
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  • Placeres culinarios, playas y mucho 'glamour' durante el festival de cine
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  • San Sebastián, en sesión continua
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