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  • La noche era templada para finales de abril. En un breve vagabundeo por el jolgorio de Temple Bar, asombrado por el descaro etílico de las chicas ligeras de ropa que reían y se abrazaban en las aceras como si se tratase de embarradas calles mineras del lejano Oeste (luego supe que eran inglesas que vienen a Dublín los fines de semana en oleadas para escalofriantes despedidas de soltera), pensé en los diversos lugares "especiales" que me habían sugerido unos amigos. Me quedaban 48 horas en Dublín. Pensé en la ciudad que había conocido 17 años atrás. Allí estaba, era la misma, y no era la misma. El Liffey y sus puentes, los parques, Molly Malone y su carro en Grafton Street, los desproporcionados edificios de graves columnas, las calles georgianas, esa impresión a lo largo del río de un París en miniatura, un París que no ha alcanzado y nunca alcanzará, pese al delirio de los nuevos ricos dublineses, la grandeur. Precisamente John Banville, el novelista irlandés, me había hablado el día anterior de la primera vez que salió de Irlanda y en la capital francesa se quedó asombrado de la talla de las estatuas, acostumbrado a la modestia escultural de su ciudad, sombría y pobre hasta en pedestales. Me habían hablado de la bahía. De un espigón en el centro de la bahía que se adentraba en el mar como una carretera hacia el continente (¿Europa o quizá América, dando un rodeo por la costa de Cork?) que las autoridades hubiesen decidido abandonar por imposible. No fui a ese espigón, y en cambio tomé el tren, el Dart, para lo cual descendí la colina del Dublín Castle y atravesé el campus de Trinity College. Fue en ese momento cuando tuve el primer flash back. ¿Fueron las piedras musgosas, ese verde del césped que no conocen ni en Inglaterra, o el rumor frío del aire? El caso es que recordé muy bien haber estado allí, acompañado de cierta Molly, de Galway, que me enseñó la dublinidad y una colina en Wicklow, un estofado de buey con Guinness, y otras cosas que creía haber olvidado. Qué difícil olvidar los lugares en los que uno ha respirado a pleno pulmón, sin hacer ruido. Con ese humor del recuerdo subí al tren en dirección a Greystones. El sol entraba oblicuo por las ventanillas y de pronto apareció. El mar. Oleaje uniforme, paralelo, pocos azules. A la izquierda, dos altas chimeneas, absurdamente altas para los edificios difuminados en su base. Rocas de granito, playas de arena gris, algún paseante con perro, niños en la orilla, pequeños puertos melancólicos. En Sandycove vi un grupo de nadadores de mediana edad iniciando su zambullida, gélida sin duda, pero deliciosa. Las mujeres, con gorros floreados tipo años sesenta, daban patadas a las olas para desentumecerse. Los hombres señalaban el horizonte, algo brumoso pero sin signos inminentes de estropear el día. El tren reanudó la marcha. Los nadadores ya braceaban enérgicamente contra el rítmico oleaje, alejándose mar adentro, como si su objetivo no fuese la natación, sino largarse cuanto antes de lo que Banville había denominado "this bloody island" (esta puñetera isla). Apareció el pequeño puerto de Dalkey. Su espigón no es tan largo y secreto como el del centro de la bahía, pero tiene una particularidad. En su extremo se ha instalado una manada de focas muy sociables. Luego, el Dart llegó a Sandymount. En su larga playa fue donde el protagonista de Ulises, en plena marea baja, caminó hacia la eternidad gracias al crujido de los moluscos bajo sus botas y el metabolismo de media docena de pintas de cerveza negra. En Sandymount, ese sábado soleado, alguna familia con niños ya en atuendo veraniego caminaba en dirección al Strand con alegría y despreocupación, olvidando a Joyce. "El vino blanco es electricidad" Bray es ya una auténtica ciudad, si bien para quien sólo esté de paso no pierde el aire marinero de casas de fachadas claras enmarcadas en el verde intenso de las montañas que descienden hacia el mar. Entré en un pub oscuro y me tomé dos copas de vino blanco, recordando que Joyce decía que "el vino blanco es electricidad". Tras algunas vistas de Bray subido al puente de la estación vislumbré hacia el norte un conjunto de atracciones oxidadas que brillaban al sol, increíble, milagroso, de esa mañana dublinesa. Con el telón de fondo del mar era como un modelo reducido de ese lugar fantasmal del otro lado del océano, Atlantic City. Quizá fue levantado por irlandeses, después de todo. ¿Acaso no son muchos lugares de la costa este de Estados Unidos -Salem, Cape Cod, Long Island- prolongación mental y paisajística de Irlanda? Por fin Greystones, meciéndome eléctricamente en el Dart. Me dirigí enseguida a la playa. El aire, sin ser de veras frío, era vivo y me abotoné la gabardina. La gente con la que me cruzaba y me daba los buenos días con una sonrisa hospitalaria vestía camiseta y pantalones cortos. Había que aprovechar, el real weather no tardaría en volver. Entonces me asaltó otro flash back. Un paseo por la playa una noche de junio del último siglo, quizá en Greystones. La playa se transformó con el recuerdo, y el reflejo intenso del sol creó un negativo en la arena y las olas que rompían sin estrépito. Sombra, oscuridad, brisa nocturna. Molly ya no estaba a mi lado. Quien estaba a mi lado era la voz del Max Morden de Banville, el protagonista de El mar. Para conocer de veras un lugar, para penetrarlo y amarlo, se necesita una voz a nuestro lado que lo explique y lo narre. Antes yo había tenido a mi Molly en aquel Dublín ido, y ahora tenía la voz de alguien avezado a la bahía, ese hombre aparentemente severo que es John Banville. En las primeras páginas de El mar podemos leer: "Cuando miro hacia atrás comprendo que una gran parte de mis energías han sido siempre puestas en la sencilla búsqueda de refugio, de consuelo, de, sí, lo admito, intimidad". Eso es: el mar de Dublín era algo así como una mezcla de consuelo y refugio. El paseo por la playa de Greystones culminó con una obsesión eléctrica. De repente ya era tarde. Creí ver, recortada entre la arena gris y el mar gris marengo de la marea que subía y subía como si quisiera anegar toda Irlanda, la cabellera rubia de una silueta que caminaba delante de mí. ¿Era Molly? Se desvaneció entre la espuma. Regresé a la estación de Greystones y alcancé el césped de Trinity College acunando eso que Banville llama objetos sólidos, los componentes del pasado.
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  • Viaje en tren de la capital irlandesa a la mística playa de Greystones
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  • Voces desde el mar de Dublín
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