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  • Mi experiencia de plazas mayores no es exhaustiva (desconozco la de Tiananmen, en Pekín, por ejemplo), pero siempre me han gustado más las monumentales de formato íntimo, como las de Madrid y Salamanca, la Piazza del Campo en Siena o la Grand Place de Bruselas. Y luego están las plazas en las que el mayor monumento es la piedra viva del ser humano -amontonado y chillón- en el apogeo del intercambio comercial: Yamaa el Fna, de Marraquech. La plaza de la Constitución, en el centro de la capital de México, conocida más por el Zócalo, lo tiene todo: es inmensa, majestuosa y, hasta que se pone el sol, abigarrada como ninguna otra. Y se puede cruzar en coche, pues Ciudad de México no se comprende, y mucho menos se recorre en toda su extensión, sin el automóvil. El número de vehículos de motor es incalculable; su conducción, temeraria (en ciertos autobuses y taxis), o temerosa si uno se guía por el código de la circulación, y la velocidad, muy variable: en las vías radiales se puede uno sentir piloto de fórmula 1, y otras veces todo se detiene y el atasco parece el genio del lugar. Los habitantes de esta ciudad de casi 20 millones de almas son comprensivos con la impuntualidad, y la cita, siempre un relativo. Pero yo quiero hacer un relato de peatón, dejando para otros la odisea del coche en el Distrito Federal, que tiene su poesía. Uno de los grandes cronistas de la ciudad, Fernando Benítez, escribiendo cuando aún el tráfico rodado no era una comodidad al alcance de las masas, dijo que "la implantación del automóvil en México debe ser narrada por un historiador especializado en relatos de epopeya o en cantares de gesta; de otra manera, nunca estaría a la altura del asunto". Si uno anda por los aledaños del Zócalo, en la zona de la capital llamada Centro Histórico, incluso al anochecer, cuando te dicen los lugareños que no hay que hacerlo, la ciudad pierde dimensión ciclópea, pero ofrece una gran cantidad de belleza asequible. Pocos paseos tan gratos, tan amenos, tan cuajados de historia como los que te pueden llevar desde el Zócalo hasta la Alameda Central, o, rumbo norte, desde el Zócalo hasta la más cercana y encantadora plaza de Santo Domingo, donde aún siguen los escribientes públicos cumpliendo con medios modernos su antiquísimo y noble oficio y donde en una esquina se alza el Palacio de la Inquisición, hoy convertido, no incongruentemente, en Museo de la Medicina. Los aventurados también llegarán a pie, en una caminata hacia el noroeste de unos 20 minutos largos, a la plaza de Garibaldi, que en las noches del fin de semana, sobre todo, se convierte en un bullicioso mercadillo de mariachis; inmaculadamente vestidos y ajenos a las familias que cenan tardíamente en unos galpones, los componentes de estas agrupaciones musicales andan a la caza del cliente melómano, observados desde los pedestales que jalonan la plaza por las estatuas de los divos de la canción popular mexicana, inmortales en un bronce de estilo hiperrealista-sentimental. Las calles amplias y rectilíneas entre el Zócalo y el llamado Eje Central, ya tocando el parque de la Alameda, son un museo abierto de la arquitectura más ecléctica y excelente. Ocho largas arterias entre Tacuba y Mesones, por poner un límite, en las que la profusión de palacios barrocos de estilo colonial dejó todavía sitio al constructor posterior para el palacete afrancesado, la galería comercial en hierro y cristal o la gran mole institucional de principios del siglo XX, donde el neoclasicismo se funde con el art déco y con un cierto ímpetu valenciano, ya que, no en vano, uno de los arquitectos más prolíficos y competentes de esta modalidad fue Manuel Tolsá, originario del pueblo de Enguera. De los palacios hispánicos del XVIII destaca (por ejemplo, en el de los condes de San Mateo Valparaíso, en la esquina de las calles Carranza e Isabel la Católica, o en el palacio de Iturbide, en la calle Madero) su delirio churrigueresco un poco rebajado por el uso en la construcción del tezontle, la piedra volcánica de color vinoso. Hermosas vidrieras El paseante también puede entrar en algunos de los edificios y no sólo mirar las fachadas. Libremente, como en el edificio apastelado del Casino Español, o en la iglesia jesuítica de la Profesa, y en los habilitados como museo pagando un módico precio. Por ceñirme a lo que está al alcance de las piernas en la zona del Centro Histórico, los musts absolutos son el Palacio de Bellas Artes, que alberga el teatro de ópera y una amplia colección de los muralistas; el espléndido fresco de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda, que adornaba el hall del hotel del Prado, irreversiblemente dañado en el terremoto de 1985, y hoy se ve exento en la cercana placita de la Solidaridad; el recién creado Museo del Estanquillo, en la calle de Isabel la Católica (donde se presenta la colección personal de artes populares del escritor Carlos Monsiváis, con abundante material cinematográfico), y los ciclos murales más próximos al Zócalo: los del Palacio Nacional, que ocupa el lado este de la plaza (con las obras maestras de Rivera); los del Colegio de San Ildefonso (destacan ahí las pinturas de Orozco), y los de la Secretaría de Educación Pública, con un Rivera en el apogeo del sectarismo (y Frida Kahlo retratada repartiendo armas para la revolución). En el propio Zócalo, la catedral merece la pena, sobre todo por el retablo de los Reyes, y no se debe dejar de entrar en el contiguo Templo Mayor; los vestigios a cielo abierto de estas pirámides aztecas son poca cosa en comparación con el conjunto de Teotihuacán, a una hora de la capital, pero al final de la visita su museo es de extraordinaria calidad, y la Piedra de Coyolxhauqui, no menos genial que la más famosa Piedra del Sol del maravilloso Museo Nacional de Antropología (para el que sí hay que tomar vehículo si uno reside en el centro). El nombre usual del Zócalo procede del que hay en su punto central, sosteniendo el mástil para la bandera nacional, pero podría venir de zoco, pues tanto la propia plaza como la zona de calles que se abre detrás del Palacio Nacional eran hasta hace poco un emporio de la venta al por menor, no tan distinto en el siglo XXI de como lo describió el bachiller Juan de Vieyra a fines del XVIII, con sus puestos de cocineras preparando las viandas "para el almuerzo de multitud de gente que en esta plaza trafica". Las cocinas al aire libre y los vendedores ambulantes han sido ahora desplazados de esa parte céntrica por la municipalidad, pero la multitud de gente sigue animando con su humano tráfico la ciudad. .
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  • La plaza de la Constitución, en México DF, y su trasiego humano
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  • A pie por el irresistible Zócalo
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