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  • El palacio que mandó construir Álvaro de Bazán en Viso del Marqués (Ciudad Real, cerca de Valdepeñas) dio mucho que hablar, y no todo debió de ser bueno. Para callar a los que le criticaron -¿qué diablos hacía un almirante de la mar océana en medio de La Mancha?- se compuso el famoso dicho: "El marqués se hizo un palacio en El Viso / porque pudo y porque quiso". El dicho se convirtió en refrán y pasó a significar que cada cual hace con su dinero lo que le da la gana. Hoy podemos agradecer a aquel marino nacido en Granada y de linaje navarro, vencedor en las batallas de Lepanto, de Navarino, de Azores y de Lisboa, y al que Cervantes llamó "rayo de la guerra, padre de los soldados, venturoso y jamás vencido capitán", que tuviese las ganas y el dinero para construir este palacio, uno de los más italianos del Renacimiento español. Nada más entrar en el Viso del Marqués, a siete kilómetros de la carretera nacional IV, junto a la iglesia llama la atención un edificio alto y cuadrado, de ladrillo rojizo, cuatro cuerpos salientes en las esquinas y con algunas ventanas cegadas. La fachada principal, de piedra caliza y un clasicismo sobrio, con un frontón algo deforme rematándola, tampoco promete mucho. Ello hace que la sorpresa sea todavía mayor, porque aquí, como sucede en los palacios moros, el paraíso queda de puertas adentro. Todos los visitantes, uno por uno, nada más cruzar el umbral se quedan boquiabiertos, y es que si el zaguán impresiona por el colorido de las pinturas y la proporción del espacio, el patio que le sigue cuatro o cinco escalones más arriba directamente sobrecoge. Para levantar el que había de ser declarado monumento nacional en 1931, el marqués contrató a un equipo de arquitectos, pintores y decoradores que trabajaron en la obra desde 1564 hasta 1588. Para algunos, el diseño del edificio se debió al italiano Giambattista Castello, conocido como El Bergamasco, que más tarde trabajó en El Escorial; para otros lo trazó, al menos en su plan original, Enrique Egas, El Mozo. Un gran equipo de artistas Las pinturas, que suman 8.000 metros cuadrados de frescos, fueron realizadas por un equipo en el que estaban Cesare Arbasia, Juan Bautista y Francisco Peroli, y los hermanos Nicolás y Francisco Castello. Todos trabajaron para crear un espacio erigido a la mayor gloria de su dueño: por un lado, había que exaltar sus virtudes militares, y por el otro, enaltecer su linaje. Para lo primero, se pintaron en las paredes, las bóvedas y los techos del palacio vistas de ciudades y de puertos, así como los baluartes y las batallas en los que había conquistado su inmenso prestigio. A ambos lados de la escalera se ubicaron dos estatuas en las que aparecía representado como Neptuno (dios de los mares, con su tridente) y como Marte (dios de la guerra), y sobre las puertas del piso superior se colocaron los fanales de popa de las naves capitanas vencidas en las batallas, que eran los trofeos de los marinos. Para elogiar su linaje, y siguiendo la misma tradición renacentista de representar a hombres como dioses o semidioses de la antigüedad, se pintó a los antepasados del marqués y a sus esposas (tuvo dos) e hijos. Estos dos grupos de representaciones se aderezaron con trampantojos, pinturas que simulaban puertas, columnas y otros elementos decorativos y arquitectónicos, y también con motivos grutescos que incluían animales mitológicos, sabandijas y follajes. El palacio vivió su esplendor hasta que en 1755 el terremoto de Lisboa hundió el techo del salón de honor, donde se había pintado el gran fresco que representaba la batalla de Lepanto. También desmochó las cuatro torres de las esquinas, que, según recuerda Diego Pradas, uno de los actuales empleados, "las crónicas de Felipe II describían como magníficas". Durante la Guerra de la Independencia, los franceses lo arrasaron, y para cuando llegó la Guerra Civil había servido de granero, colegio, establo, cárcel y hospital... Hasta que en 1948, los descendientes de Álvaro de Bazán se lo ofrecieron a la Armada como museo-archivo. En 1949 se firmaba un contrato de alquiler por 90 años cuyo precio se fijó "en una peseta al año". Gracias al clima manchego, seco y estable, y pese a todos los avatares, los frescos siguen conservándose en un estado excepcional. Hoy sabemos que el marqués se hizo un palacio en el Viso por muchas razones: porque era su feudo, porque se encontraba a la misma distancia de Cartagena y de El Puerto de Santa María -donde recalaban las armadas que él mandaba- y porque estaba junto a Despeñaperros, el paso estratégico que une Castilla con Andalucía, y, además, por lo que dice el refrán.
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  • El palacio del marqués de Santa Cruz, sorpresa renacentista
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  • Un almirante en La Mancha
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