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  • Hay que aprovechar las primeras horas del día para iniciar la temible subida al macizo de arenisca de Jabbaren, en la meseta del Tasili N'Ajjer, a unos 30 kilómetros de distancia de la ciudad de Djanet, al sureste de Argelia. En noviembre, una de las mejores épocas del año para recorrer el desierto, los amaneceres son muy fríos, pero el ejercicio madrugador ayuda a desentumecer los músculos tras una noche gélida que ha mantenido al viajero aovillado en el interior del saco de dormir. Cuando asome el sol, sus primeros rayos reavivarán las brasas ocultas bajo las enormes piedras sueltas que se recuestan contra la pared vertical de unos 600 metros de desnivel que hay que salvar para subir en zigzag desde la penillanura hasta la conocida como Capilla Sixtina del paleolítico, convirtiendo el estrecho paso en un horno calentado por arriba y por abajo. Desde la cima de estos abruptos acantilados, que forman parte de una meseta de unos 800 kilómetros de largo por entre 40 y 60 de ancho, la mirada se diluye en un vasto magma mineral de arena y pequeños montículos rocosos, en el que se puede intuir, gracias a las imprecisas líneas de acacias que titilan en el horizonte como espejismos, la presencia invisible del agua, que en el Sáhara nunca fluye por los ríos, sino por debajo de sus cauces secos. Sin embargo, a la vista de los miles de dibujos y grabados que se encuentran esparcidos en los abrigos y paredes de este lugar, declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad, se tiene la impresión de estar contemplando los restos fosilizados, la piel acartonada y los huesos de un paisaje otrora verde y líquido que murió hace miles de años. "Cuando veas Jabbaren te quedarás estupefacto", le aseguró el coronel Brenans, descubridor accidental de las pinturas del Tasili en 1933 mientras hacía una ronda policial, al explorador y etnólogo francés Henri Lhote, quien las daría a conocer al mundo en 1957. Un descubrimiento que cambió por completo las anteriores concepciones de un Sáhara neolítico árido y deshabitado y que incorporó el Tasili a ese reguero de pinacotecas rupestres diseminadas por el desierto, como el Tibesti, el Fezzán, el Hoggar, el Aïr, el Akakus o el Adrar de los Iforas. No exageraba. El espacio físico en sí mismo ya resulta sorprendente. El conjunto constituye una auténtica ciudad, con sus plazas, encrucijadas de caminos, mogotes de roca negra, similares a las chozas de algunos poblados africanos, y callejas estrechas en las que el sol parece un mero invitado ocasional. Y encima, las pinturas, algunas con 10.000 años de antigüedad. En lo alto o a gatas Se mire donde se mire, hay un panel pintado, o varios; incluso se superponen. Por momentos, recuerdan esas calles de algunos barrios de las grandes ciudades con las paredes atestadas de graffiti. A veces, las pinturas aparecen en lo alto de los abrigos, a tres metros del suelo; otras, para verlas hay que volver a la niñez y caminar a gatas. "Yabbaren, ¡todo un mundo! ¡Más de cinco mil figuras pintadas dentro de un cuadrilátero que escasamente mide seiscientos metros de lado!", escribió Lhote en su libro Tasili. Las paredes narran un sinfín de historias, una cosmogonía difícilmente creíble en las condiciones extremas del entorno actual, en la que se combinan imágenes de la vida privada de unos hombres pretéritos con manifestaciones indescifrables de un mundo interior, religioso. Escenas de pastores, cazadores, pescadores, danzantes, oferentes o conductores de carros se mezclan y se superponen con representaciones de una fauna tropical, ahora desaparecida, de elefantes, jirafas, rinocerontes, hipopótamos, gacelas, leones, avestruces, peces y, sobre todo, de bueyes, reproducidos por millares, casi siempre en grandes rebaños conducidos por sus pastores. Algunos paneles resultan excepcionales, como uno de unos 20 metros cuadrados, compuesto por casi 150 figuras, en el que además de contar una impresionante batida de caza, con un espectacular rinoceronte herido en el centro de la escena, dispuesto a embestir, el artista recrea en una de las esquinas el intento de pillaje de unos arqueros sobre un rebaño de bueyes repelido por sus pastores. Una orgía de colores que rompe con la tradicional parquedad cromática de la pintura rupestre, basada en el ocre rojo, el blanco, extraído del caolín, y el óxido de manganeso. En el Tasili abundan los minerales que permiten obtener ocres oscuros, achocolatados, violáceos, de color ladrillo, rojos claros, amarillos y verdosos. Y junto a lo mundano, impregnándolo todo, lo chamanístico. Los abrigos de este pedazo de desierto están llenos de representaciones de hombres y mujeres de cuerpos esquemáticos y cabezas redondas, los marcianos que desde hace años alimentan las mentes disparadas de los ufólogos, aunque para la mayoría de los investigadores no son sino meras representaciones de los dioses o escenas rituales de un indudable carácter mágico: chamanes transfigurándose en dioses, haciendo alarde de sus poderes ante los creyentes. Como no podía ser menos en un sitio, Jabbaren, que en lengua tuareg significa "lugar de los gigantes", alguna de estas figuras llega a tener más de dos metros de longitud. Pero no muy lejos de ellas hay otras más pequeñas, también de cabeza redonda, pero con antenas o cuernos, conocidas como los diablillos. En la amalgama de los estilos correspondientes a no menos de 12 civilizaciones distintas que se suceden en las paredes de Jabbaren, además de los personajes esquemáticos, los hay de un realismo académico que recuerda al arte griego o romano, filiformes y de clara influencia egipcia en sus poses y ornamentación. De vuelta a Djanet, una ciudad tuareg de casas blancas colgadas de las laderas sobre un palmeral, de aire mediterráneo, aunque esté a 2.000 kilómetros del mar, conviene acercarse a ver el impresionante grabado conocido como La vaca que llora, no muy lejos del aeropuerto. En una gran roca de más de cuatro metros de altura aparecen talladas las cabezas de varias vacas de largos y afilados cuernos, en una de las cuales, debajo de uno de los ojos, está a punto de desprenderse una lágrima que el paso del tiempo ha teñido de amarillo. Según cuenta la leyenda, la vaca comenzó a llorar cuando el cambio climático convirtió el Sáhara en el desierto que hoy es.
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  • Jabbaren, una muestra extraordinaria del arte paleolítico en Argelia
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  • El rinoceronte herido
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