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  • Toda la ciudad da la espalda al mar. Pero Vigo goza de un emplazamiento envidiable, con su puerto, su ría y sus cabos. Y ya va siendo hora de que los abrace". César Portela, uno de los arquitectos responsables del Museo do Mar de Galicia, recorre sus patios, plazas y naves sin perder de vista el océano Atlántico. Sus pasos por el mirador de Poniente, el patio de la Palmera, la taberna o el faro, parte del museo, trazan un diálogo fluido entre la tierra y el agua. Una conversación que el artista pontevedrés empezó a imaginar en 1992, junto al ya fallecido Aldo Rossi, cuando el Consejo de Vigo y la Xunta de Galicia les encargaron convertir una fábrica conservera de 1887, situada en la playa de Alcabre, en un museo marítimo. El resultado es un recio edificio, de piedra y hormigón pintado de blanco, del que surgen tres verticales (una palmera, una antigua chimenea y un nuevo faro), atiborrado de referencias marinas. Un canto a la ría que ha costado 20 millones de euros y que se inaugura oficialmente el 21 de diciembre. Los vigueses ya lo conocen: desde 2002 han disfrutado de exposiciones -El reflejo del mar en el arte gallego- en su nave central, de los restos de un poblado romano del siglo VIII antes de Cristo encontrados en el subsuelo y de varias conferencias en su auditorio. Y quienes lo visiten, a partir del próximo viernes a las ocho de la tarde, estrenarán su restaurante, sus paneles solares y su acuario. Un tanque de 130 metros cúbicos que se alarga como un tentáculo hasta el faro-mirador y donde conviven morenas, congrios y salmonetes. Las naves centrales del museo se vestirán con las 400 piezas de la exposición permanente. Un recorrido revelador que explica con maquetas, fotografías y vídeos el proceso romano de la salazón, la recolección de ostras o el cultivo de almejas. Portela compara el museo con un "gran reloj de sol". Una reverberación de luz en ventanas que enmarcan escenas marinas -desde sus aperturas se ven barcos, pescadores, el faro viejo y las islas Cíes-, de pavimentos de pizarra que ondulan bajo el reflejo de la luz y de murallas que defienden esta superficie, de 14.000 metros cuadrados, del capricho de los temporales. Un paseo por las entrañas marinas que, si se hace de buena mañana y a conciencia, despertará el apetito, y ¿qué mejor festín que el que ofrece el propio mar? Para no desentonar con la colección del Museo do Mar, lo mejor es matar la gusa en uno de los restaurantes con más solera del Alcabre. A cinco minutos de las naves del museo, la marisquería Puesto Piloto (avenida Atlántica, 98; 986 24 15 24) sugiere vieiras o bogavantes en un salón con pasmosas vistas a la playa y bajo la atenta mirada de cuadros firmados por el pintor Laxeiro. Para bajar el banquete compensa la caminata hasta el café Verbum, en la Casa de la Palabra (avenida de Samil, s/n). Sosegado y vibrante, el local, en la urbana playa de Samil, invita a relajarse con directos de jazz y las Cíes y la ría en el horizonte. El visitante avispado no tardará en percatarse de que el edificio, con azotea de arena, es también obra de César Portela. Como en otras ciudades de mar, los focos de las discotecas empapan las olas y arenas viguesas. Las gogós, los disc jockeys de salas como El Paladium Public Samil o el N Globe, ambas en Samil, no defraudarán a los más marchosos. No obstante, si se busca una cita con sabor a sal, la solución es enfilar, a las cinco de la madrugada, a la lonja, donde se celebra la subasta de pescado de bajura y altura. Peces espada, bueyes, cigalas y hasta tiburones, en cientos de cajas por las que pujan decenas de distribuidores a grito limpio. La cara melancólica Si el ánimo no decae, quedan dos opciones: seguir el vuelo de una gaviota hasta el centro vigués o emular a Javier Bardem y poner cara melancólica en el muelle de Bouzas, donde se rodó Los lunes al sol. Con los coches de Citroën apuntando hacia el puerto de Saint Nazaire, en Francia, uno se contagia del espíritu desconsolado del filme de Fernando León de Aranoa y se pone a pensar en sus cosas. Vigo fue en 2000 escenario de Lena, de Gonzalo Tapia, una película que dirige nuestros pasos al Casco Vello, donde podemos desayunar, merendar o tomar la primera copa. La carta de Alta Fidelidad Ingravitto Café-Bar, inaugurado hace mes y medio, ofrece exóticos tés, cafés y cócteles en vasos retro de Cola-Cao. La decoración es de lo más ecléctica: mesas y sillas a lo Bauhaus, barra de teselas y paredes empapeladas. Quienes se resientan de la farra pueden optar por Espacio Belo, una cafetería-salón de belleza de tres plantas muy cool. Entre sus paredes blancas y negras y su interiorismo, obra de María Otero, las manos de Carlos Moreda dan forma al cabello desde hace un año. El olor a sal se mezcla con el ruido de los cláxones y el humo de los coches. Vigo significa industria, y su fisionomía recuerda a ciudades como Trieste. Caminar por esta urbe de 300.000 habitantes donde a diario se reúnen medio millón de personas, dejar atrás su Casco Vello, admirar el 'Sireno' de Francisco Leiro y llegar a la peatonal calle del Príncipe -donde se concentran las franquicias de moda- puede resultar estresante. Para resarcirse, siempre se puede ir de tiendas. No muy lejos de Príncipe se halla el desenfadado negocio de ropa MDB (Progreso, s/n), con paredes envueltas en anuncios de colonia cincuenteros; y a dos pasos, la francesa y sofisticada Cop Copine (Progreso, 35), llegada hace dos meses a la ciudad. No es difícil ver a skaters haciendo piruetas y a hip hoperos bailando (todas las tardes, frente al Cortefiel de la calle del Príncipe). Babieca (Triunfo, 2) lleva 12 años satisfaciendo los gustos de las tribus urbanas con firmas como Vans o Londsdale. La alternativa nostálgica la pone La Almoneda (Joaquín Yáñez, 7), donde conviven gorras del Ejército Rojo con soldaditos de plomo, libros de coleccionista, vinilos y antigüedades. No asomar el morro a la hora de las brujas en Vigo no tiene perdón. Hay para todos los gustos: desde los míticos de la movida -la sala de conciertos La Iguana (Churruca, 14)- hasta los nuevos clubes fashion -Marmara (Rosalía de Castro, 29)-, pasando por clásicos noventeros como el Vademécum (Iglesias Esponda, 30; según la revista Rock de Lux, entre los 10 mejores de España), donde se ha curtido la flor y nata del electro (Apparat, The Chemical Brothers...). Para que el cuerpo aguante hasta el after, en El Manco (Lepanto, 15), conviene hincharse la panza. La cena romántica de clásicos renovados y la copa de albariño la encontramos en Maruja Limón (Victoria, 4; 986 47 34 06). Para que nadie se quede a dos velas, es ideal el Bocusse Ambigú Bar (Monteríos, 18; 986 11 35 67), con una deliciosa carta de vinos de las Rías Baixas, cócteles y bocados fusión como la musaka a la gallega. Para la primera copa podemos elegir entre el ambiente pop de Le Suite (Cervantes, 9), el toque garage de El Gato Negro (Cervantes, 20) y El Black Ball (Churruca, 8) -ambos de Silvia Superstar, cantante de The Killer Barbies- o los directos de rock de La Fábrica de Chocolate Club (José Antela Conde, 2). Si queda tiempo, se debe visitar la muestra colectiva Tiempo al tiempo, en el Museo de Arte Contemporáneo Marco. Y si no le queda, no se agobie: tal vez la niebla que suele cubrir Vigo como leche condensada en estas fechas retrase su vuelo.
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  • Vigo abraza la costa con el estreno del Museo do Mar de Galicia
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  • Un tentáculo sobre la ría
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