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  • Una bruma que podría estar dibujada con pincel se disipa poco a poco en la fresca mañana otoñal y nos desvela pausadamente una de las mayores manchas de bosque mediterráneo que todavía subsisten en Europa. El mundo acaba a cincuenta metros hasta que, al cabo de unos minutos, el celaje se levanta por completo y alcanzamos a distinguir kilómetros y kilómetros de encinas y alcornoques emergiendo de un tapiz de jaras, tomillos y romeros. El aroma es denso y evoca una naturaleza casi desaparecida. Diminutas gotas de rocío salpican los pétalos sueltos de algunas amapolas que sobreviven a un noviembre suave. El silencio es absoluto en esta pequeña carretera que proviene de Cala y que, encajada entre los tradicionales muretes de piedra de toda la comarca, se dirige hacia Fregenal de la Sierra y Jerez de los Caballeros, nuestros destinos. Dejamos de lado el castillo de Segura de León, perfilándose contra un cielo que comienza a ser casi añil, y, de pronto, un cartel nos recuerda uno de los motivos de nuestra escapada: la ruta de la Orden del Temple. El cruce de caminos evoca nombres medievales: Cabeza la Vaca, monasterio de Tentudía, Bodonal. Por un instante nos figuramos haber regresado al siglo XIII. Perseguimos a un grupo de cigüeñas negras que nos conduce a las puertas de Fregenal de la Sierra, población dominada por la presencia abrumadora del baluarte templario. El caserío -de casas encaladas y portones de piedra; estamos en tierras de transición- se desparrama por pendientes y repechos desde la porticada plaza de la Constitución, donde se arremolinan las construcciones principales: el Ayuntamiento, una parte de las murallas, varias mansiones solariegas y, bajo los arcos, algunos bares de condumio imprescindibles. Pero sujetamos el impulso y accedemos, expectantes, al interior de la fortaleza. Se desconoce la fecha exacta de su edificación, pero sí que es mencionada por primera vez en 1283, año en el que el rey Alfonso X concede legalmente el dominio de Fregenal a la Orden del Temple, que ocupó el castillo hasta comienzos del siglo XIV, cuando fue recobrado mediante la fuerza por tropas reales. La marca del ocho Dentro del enorme perímetro amurallado se esconde el mercado de abastos, de formación octogonal (el viajero recuerda algunas iglesias templarias, como la de Eunate), y una de las plazas de toros más singulares de la geografía española. El día es magnífico y desde una de las torres se alcanza a ver, hacia el suroeste, las estribaciones de Sierra Morena, y en dirección norte, los llanos de la Tierra de Barros. Al salir del castillo por la puerta principal, bajo el torreón, observamos en la pared de éste un extraño escudo de piedra sobre cuyo origen nadie se pone de acuerdo: una especie de media luna soporta una cruz entre cuyos brazos parecen dibujarse cuatro estelas solares. A su lado, el signo de los canteros: un trébol también de cuatro hojas cincelado sobre la piedra. Visitamos algo más fugazmente la iglesia de Santa María, de clara advocación templaria, y nos encaminamos, ahora sí, a probar, en Casa Lara o en el bar Nito, la caldereta, el jamón de grasa entreverada, el secreto, cualquier queso extremeño o el guarrito, plato original de la zona. Bebemos arrebatados el vino de la tierra, un pitarra que nos sabe a gloria, mientras algún parroquiano nos ilustra y nos dice que aquí nacieron Arias Montano y Bravo Murillo; o que fue el primer municipio de España en el que entró en funcionamiento una línea telefónica: corría el año 1880 y enlazó Fregenal con Sevilla. Tierras del porcino Mientras nos acercamos a Jerez de los Caballeros en la jornada siguiente, una piara de cerdos oscuros como el plomo anuncia, deambulando entre encinas de arboladura desordenada, que estamos en tierras del porcino por excelencia: el ibérico de bellota, ese milagro de la gastronomía. Y así, serpenteando por una trocha de asfalto que se abre camino entre dehesas verdes y regatos de agua, llegamos a la Xere Equitum medieval, nombre fastuoso y altivo, que la población merece. Entramos en la ciudad por la puerta de Burgos, que horada el lienzo de la muralla, donde nos da la bienvenida una estatua de Hernando de Soto, conquistador y primer europeo en cruzar el río Misisipi. Y subimos hacia la plaza de España por la calle de los Templarios. Allí se alza la torre barroca de la iglesia de San Miguel y desde ella divisamos la atalaya azulada, bruñida por el sol, de San Bartolomé, el santo de los caballeros de la orden. Y, a vueltas con el Temple, nos acordamos del enigmático cenobio del río Ucero, en Soria. De la plaza de España nos encaminamos hacia el castillo templario por cuestas empinadas y angostas. Y de paso, otra curiosidad: en la ermita de la Vera Cruz -que repite el nombre de la misteriosa iglesia de Segovia, atribuida a la Orden de la Cruz Bermeja- ofrece en la actualidad sus viandas una de las tabernas más populares de Jerez: Ora et Bibere. Penetramos, por fin, en el recinto del que los caballeros fueron señores a partir de la donación del rey Alfonso IX, alrededor de 1230, para que favorecieran el control de tan estratégico enclave, hasta la caída en desgracia tras el concilio de Viennes, en 1312. Casi un siglo de soberanía templaria por estas tierras en las que introdujeron el Fuero del Baylio, que todavía se aplica entre los residentes de la comarca y que consagra la igualdad patrimonial de los cónyuges. Y aquí, en la llamada torre Sangrienta, batallaron hasta el final por su libertad los últimos 33 caballeros de la orden; de lo más alto, dice la leyenda, se arrojaron al vacío a lomos de sus monturas. Una bandera blanca con un ribete negro y la cruz templaria corona la misma. Terminamos el viaje apoyados en las almenas que circundan la fortaleza, vislumbrando a nuestra derecha la iglesia de Nuestra Señora de María, que nos traslada a la época visigótica. Y advertimos, en una esquina, el lema de la orden: "Nada para nosotros, Señor, nada para nosotros, sino para la gloria de tu nombre". .
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  • Una ruta legendaria de Fregenal de la Sierra a Jerez de los Caballeros
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  • Los últimos templarios
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