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  • Era una bicicleta roja, de aspecto clásico. Me subí, di una pedalada, dos, y ya bajaba por Mott Street, en el barrio neoyorquino de Nolita (North of Little Italy), hacia Chinatown. La brisa me refrescaba el rostro, y la sensación de ligereza, de pasear por la ciudad como de puntillas, casi sin tocar el asfalto, era muy agradable. En Nueva York se puede circular en bicicleta por las calles, está prohibido hacerlo por las aceras, las autopistas y demás vías rápidas, y sólo los menores de 14 años deben llevar obligatoriamente casco. Lo cuento porque me he molestado en leer el reglamento, traducido al español y que da un consejo verdaderamente desconcertante: "Los ciclistas deben tener las manos sobre el manubrio". En fin. Manhattan, pese a socavones, taxis que cambian de carril sin poner los intermitentes y autobuses con tendencias asesinas, es relativamente cómoda para ir en bicicleta. En 1811 se puso en marcha el plan, absolutamente moderno y visionario, elaborado por una comisión formada por el gobernador Morris, el abogado Rutherfurd y el geógrafo De Witt, por el que Nueva York se desarrollaría en cuadrícula. La ciudad crecería ordenadamente y la creación de parcelas regulares fomentaría tanto la construcción como el comercio de los nuevos lotes. En Estados Unidos, la nueva tierra prometida, el agrimensor sustituía al arquitecto, y el urbanismo iba de la mano de la búsqueda innegociable del negocio. Se nivelaron los valles y las colinas y se rellenaron los cauces de los ríos. El hombre domó a la naturaleza, el terreno se allanó y la isla se convirtió, sin pretenderlo, en un lugar amable para futuros ciclistas, que hoy pueden cubrir largas distancias sin demasiado esfuerzo. Si no se dispone de bicicleta propia, las alquilan en tiendas como la Pedal Pusher Bike Shop, en la Segunda Avenida con la Calle 68, a seis dólares (unos 4,10 euros). Callejeé hacia el sur, saltándome algún molesto semáforo, según la universal costumbre ciclista, y llegué al edificio Woolworth, mi primer objetivo, en el 233 de Broadway. Considerado una verdadera hazaña tecnológica, fue inaugurado en 1913 por el presidente Wilson, que encendió sus luces desde Washington, apretando un interruptor con suficiencia. Diseñado por Cass Gilbert, sus 55 plantas de estilo neogótico lo convirtieron en la segunda torre en altura de Manhattan y, durante casi dos décadas, en el más alto del mundo. Cerca se encuentra la zona cero. Al estar en obras, protegida por telas metálicas y barreras, iluminada por los destellos de señales luminosas, vigilada por policías y fotografiada incansablemente por turistas sonrientes, parece lo que es, un socavón con un pasado siniestro, un agujero que, aunque se rellene, será un lugar triste durante mucho tiempo. En Battery Park, en el extremo sur de la isla, frente a la bahía, comenzaba el paseo en bicicleta propiamente dicho. En Nueva York, como en otras grandes ciudades, se está haciendo algún esfuerzo para que sus ciudadanos usen la bicicleta para desplazarse. Aparte de algunas avenidas en las que hay un carril bici que casi nadie respeta, se ha establecido un paseo discontinuo para corredores y ciclistas a ambos lados de Manhattan, al borde del East River y del Hudson. El más cómodo es el carril del Hudson, al oeste, que nace en Battery Park, cerca de las terminales de los ferrys que van a la Estatua de la Libertad y a las islas de Staten y Ellis, y que recorre hacia el norte la ribera durante 11 kilómetros sin interrupción, hasta el puente de George Washington. Moles en el distrito financiero A un lado, las aguas grises del río Hudson, con Nueva Jersey detrás, y al otro, el distrito financiero, con esas moles que te obligan, en caso de pretender descubrir dónde acaban, a forzar el cuello más de lo aconsejable. Hacía un día despejado y frío. Pedaleé por un parque, pasé junto a la escuela de vela, vi mujeres jugando al tenis, mendigos hurgando en papeleras, corredores trotando, patinadores haciendo cabriolas y cuidadoras de todas las razas empujando carritos con bebés sonrosados. Creo que fue a la altura de la Calle 10, donde se levantan las tres recientes torres de acero y cristal de Richard Meier, cuando me di cuenta de que el consejo de mi amigo Pedro de comprarme un mullido culotte era muy razonable. Bajé de la bici y aproveché para beber agua. "Living in art" (vivir en el arte), reza la publicidad de las lujosas viviendas de Meier, responsable también de los interiores. Sus torres tapan la vista de los edificios bajos de ladrillo rojo del Village, del mismo modo que, más arriba, entre las calles 18 y 19, el nuevo edificio de oficinas de la InterActiveCorp, proyectado por Frank Ghery, tapa la vista del río a un buen número de indignados ciudadanos. No demasiado convencidos por el edificio de volúmenes curvos de cristal blanquecino, que recuerda a unas velas desplegadas al viento, no han dudado en comprarse una camiseta con la contundente leyenda "Fuck Frank Ghery". Enfrente, los muelles de Chelsea albergan un complejo deportivo que ofrece patinaje sobre hielo, golf y rocódromo. A la altura de la Calle 34, una empresa vende caros y apetecibles paseos en helicóptero. Lejos quedan los años en que el puerto de Nueva York era un hervidero, cuando se podía saltar de cubierta en cubierta sin tocar el agua, cuando allí atracaban incontables barcos y lo hubiera hecho el mítico Titanic de no haberse hundido. La ribera, ahora, es una zona recreativa, con residencias y oficinas de lujo. Al llegar a la Calle 59 abandoné el carril bici y me dirigí hacia Central Park. Si el plan de la cuadrícula fue la constatación de que el Nuevo Hombre Norteamericano podía con la Naturaleza, Central Park fue otra vuelta de tuerca. En una ciudad que crecía frenéticamente y amenazaba con explotar como una olla a presión, un escritor, F. Law Olmsted, y un arquitecto inglés, Calvert Vaux, diseñaron un parque que, desde su inauguración oficial, en 1873, permitiría a los neoyorquinos respirar aire fresco. En lugar de superponer la ciudad sobre la naturaleza, trajeron la naturaleza a la ciudad, haciendo realidad un paisaje tan idílico como artificial. Aparqué la bici, la candé, compré un perrito caliente y un refresco en un puesto callejero, me introduje en Central Park y me tumbé, agotado, en la pradera Sheep Meadow, frente a un horizonte de rascacielos. Antes de empezar a leer las magníficas Historias de Nueva York de Enric González pensé que, sin duda, una de las innumerables ventajas de la bicicleta es que se puede aparcar y olvidarse de ella durante un buen rato. .
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  • La fuerza del euro frente al dólar abarata el salto a Estados Unidos
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  • Nueva York, a dos ruedas
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