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  • De puro famosas, hay ciudades desconocidas. Le pasa a Río de Janeiro: cristalizada en la retina del planeta en tres fotos fijas -el Cristo, la mulata sambódroma, los 4,5 kilómetros de arena de Copacabana- y por culpa o a pesar de eso poco vista. Durante la resaca de este carnaval temprano, Río se estará palpando para ver si todas las calles siguen en su sitio y puede retomar su día a día. Es un buen momento para dar la vuelta a la tarjeta postal. No hace falta hablar de sus "secretos mejor guardados" ni lanzarse a buscar con lupa los rincones que "esconde". La esencia de su carácter es generosa y abierta: basta con tomarse algo de tiempo para pasearla y aceptar lo que ofrece a manos llenas. Porque sorprende al recién llegado lo mucho que se presta Río a un callejeo a la europea (la amenidad para el paseante quizá sea lo que primero diferencia a una ciudad grande de una gran ciudad). Es a pie o en bici por su tupida red de ciclovías como mejor se va revelando la personalidad de sus barrios: de la solera de Flamengo a la calma belle époque de Santa Teresa, del buen tono discreto de Urca al jaleo metropolitano del Centro y el lujo botánico de las selvas y cataratas inesperadas en plena ciudad. Río ofrece un menú turístico básico y bueno, la verdad. Pero también se deja degustar a la carta. Recomiendo mucho la segunda opción: requiere saltarse un par de días de playa y abreviar un par de noches de samba; pero con ciudades así -y nada más llegar se entiende que hay pocas o ninguna como ésta en el mundo- es una pena quedarse sin probar un poco de todo. Copacabana Uno puede conformarse, por ejemplo, con patrullar arriba y abajo, mañana y tarde, la Orla de Copacabana. Uno sospecha, en realidad, que correría el peligro de pasarse toda la vida haciéndolo, mirón del show perpetuo de las aceras: señoritas con sus tangas de hilo dental, deportistas cachas, pandillas de las favelas, jubilados con buena facha, gringos socarrados, escultores de arena, modistos de incógnito. Pero sería una pena no volver los ojos hacia las fachadas art déco de su frente marítimo: en el aerodinámico edificio Ypiranga está, por ejemplo, el ático que Oscar Niemeyer -con predecible buen ojo- eligió como estudio, y al que a sus 100 años sigue yendo todos los días. También da pena no asomarse a los pisos altos de alguno de sus hoteles para abarcar a vista de pájaro las aceras de la playa. Sólo entonces se entiende que dibujan en adoquines blancos y negros los diseños de Carlos Burle Marx, el paisajista que tanto cambió, a partir de los cincuenta, la fisonomía de Río. Y sería, en fin, una lástima no pagar los dos reales (unos 0,80 euros) que cuesta el ingreso al Fuerte de Copacabana para subirse a sus cañones y pasear por sus pretiles sobre el mar, a la sombra de los árboles enormes. Copacabana funciona como meridiano de Río y de Brasil entero: en el espacio y el tiempo. Su construcción marcó un antes y un después para la imagen de la ciudad y del país. Corrían los años treinta y Brasil flirteaba peligrosamente con Alemania e Italia, cuna de muchos de sus inmigrantes. La Política del Buen Vecino estadounidense hizo mucho por inclinar la balanza en su favor y ayudó a cimentar una identidad nacional que fraguó en este barrio: el samba -ojo, siempre en masculino- como música alegre y sensual, el turismo playero y de lujo, el tirón hollywoodiense de Carmen Miranda, el mítico documental fallido de Orson Welles y hasta la visita de Walt Disney (que incluso se inventó un personaje ad hoc, el olvidable loro Zé Carioca). Un paseo de norte a sur Copa está hoy algo venida a menos, y gusta más aún por eso. En su día solidificó en piedra y cemento, y hoteles caros, el sueño de un país que de repente se reconoció -o quiso reconocerse- en ese espejo musical y eternamente soleado. Pero no se puede olvidar que para entonces Río ya llevaba un siglo siendo una gran capital industrial y financiera del continente (y bastante lluviosa, por cierto). Lo recuerdan los barrios al norte de Copacabana: Botafogo, Urca, Flamengo, Gloria o Santa Teresa. Y tampoco quiso estancarse en los treinta: ahí están los barrios al sur, Ipanema, Leblón, Gávea o Barra, para recordar que la ciudad siguió creciendo y buscándose el perfil que tapase mejor sus defectos y la dejase más favorecida. Porque aunque conserva fósiles del pasado colonial, Río es sobre todo una ciudad del siglo XX. Recorrer de norte a sur sus barrios históricos es como viajar en el tiempo y repasar a cámara rápida todos los sueños urbanos que Occidente fue creando y descartando durante el siglo pasado. Y sí, también las pesadillas: el tráfico espeso (de coches y de drogas), la degradación de los barrios pobres, la violencia callejera, las favelas omnipresentes como muestra de incapacidad política o indiferencia de los ricos. Se puede rebobinar la cinta hasta llegar a las colinas de Santa Teresa, donde la burguesía del XIX alzó villas y plantó jardines desde los que bajaba en tranvía a sus despachos del centro. Conserva un dulce aire aportuguesado que trae a la memoria, por ráfagas, las calles adoquinadas de Sintra. Allí sigue la villa de los Castro Maya, convertida en museo, y las ruinas de la mansión de Laurinda Lobo, la millonaria mariscala de la cultura carioca en cuyos saraos se desmelenaba Isadora Duncan y Villa-Lobos improvisaba al piano. El tranvía sigue llevando, a pie de estribo si va lleno, hasta la selva de rascacielos que a partir de los sesenta pasó por la piqueta el corazón de la ciudad colonial y la avenida de Río Branco. Abruma la mezcla de iglesias barrocas, torres de cristal, callecitas peatonales y los teatros y cines fastuosos de Cinelandia. Y en los espejos submarinos de la Confeitaria Colombo se ha estancado el aire de las novelas del inmenso Machado de Assís, el mejor guía para ese Río fantasmal del XIX con el que cuesta dar. Flamengo Que a Brasil le siguió yendo bien en entreguerras se nota al avanzar hacia Flamengo. Fue el barrio bien durante los años veinte, y resulta hoy cabal e industrioso, en contraste con el ambiente de eternas vacaciones de los barrios más playeros. Tiene el corazón en el Largo do Machado, con sus mesas de ajedrez y sus palmeras altísimas, y un pulmón en el recoleto parque Guinle. Aquí, Lucio Costa, el planificador de Brasilia, supo casar los jardines románticos con sus bloques de pisos de los cincuenta. Merece la pena visitarlos para entender que aquí el Movimiento Moderno no se limitó a producir cajas de zapatos, y prueban la fuerza plástica y la originalidad de la arquitectura brasileña de la época. En Flamengo hay que husmear por sus cines y librerías de viejo y asomarse a los portales como salones de baile de sus edificios buenos. Cuando los ricos emigraron en su eterno éxodo hacia el sur, se instalaron en sus apartamentos planetarios algunos de los mejores escritores de Brasil: de Clarice Lispector a Mario de Andrade, pasando por la madrileña adoptiva Rosa Chacel, que vivió casi todo su exilio en Río (tuvo un amor ambiguo con la ciudad, aunque Flamengo tiene ramalazos casi castizos que recuerdan a Chamberí o Argüelles, y la calle Paissandú dibuja un improbable barrio de Salamanca con palmeras imperiales). Desde Flamengo hasta Botafogo, los barrios anteriores a Copacabana vieron cómo en los sesenta se alejaban las playas que los remataban. Perdieron olas a la puerta, pero ganaron uno de los mayores parques urbanos del mundo: el Aterro do Flamengo bordea la ciudad y esconde una vía rápida imprescindible para aliviar el tráfico infernal. La convivencia pacífica de autopista y parque se debe a las pasarelas, ondulaciones y bosquetes de Burle Marx, que impuso aquí su rescate de plantas autóctonas de Brasil, vistas hasta entonces como puros matojos. El Aterro es un proyecto utópico -y por una vez exitoso- que merece el paseo por alguno de los senderos que bordean el mar y se acercan hacia el Pão de Açúcar. Urca A la sombra de la piedra más famosa del mundo está el pequeño barrio de Urca, que suelen pasar de largo quienes van con prisas por subir al teleférico del Morro. Pero cuando Río agota, da gusto pasear por sus callecitas asomadas a la bahía, ver el viejo casino varado sobre su playa como un buque fantasma y comer una picanha excelente en la terraza del restaurante Garota da Urca (menos conocida, pero quizá más alimenticia que su tocaya de Ipanema). Es una zona callada y reticente: aquí viven, sobre todo, los herederos de la casta militar que la colonizó en los años treinta. Conservan muchos privilegios: clubes y playas privadas, y capitanías generales, y altos edificios oficiales que dan a los alrededores de la bonita Praia Vermelha un aire de Gotham City tropical. Camino a Ipanema A partir de Urca, Río deja la bahía de Guanabara y se abre al Atlántico. En Leme, el ambiente de savoir vivre, los edificios afrancesados y los mercadillos de fruta y verduras construyen en el aire, por un segundo, un milagroso París playero. Y tras la decadencia relativa de Copacabana se llega a los barrios ricos del sur, remotos hasta los cincuenta. En Ipanema y Leblón pasó lo que en tantas ciudades del mundo: primero, los artistas y bohemios, como Jobim o Vinicius de Morães, sirven de avanzadilla; luego nace la leyenda, crecen los precios y se reproducen los pisos de lujo y las tiendas caras. En esa fase están ahora, llenos de gente guapa de todos los países del mundo. Pasean perros de marca por escaparates con pedigrí como los de la calle de García d'Ávila, y viven frente al mar en la avenida de Vieira Souto, la más cara de Brasil. Por suerte, tomarse un agua de coco en uno de los quioscos a sus pies no cuesta casi nada, y la puesta de sol sobre el Morro de los Dos Irmaos y el mar, desde la punta del Arpoador, es gratis. Conviene dosificar un poco las horas muertas en la playa de Ipanema: no se sabe del todo si la carne es triste, como decía el poeta, pero desde luego sí que resulta cansada. Una mañana rodeados de las juveniles beldades despreocupadas que se aglomeran a la altura del mítico Coqueirão del Posto 9 agota tanto como una semana sin salir del Louvre: si la exuberancia artística de Florencia causó a Stendhal su famoso síndrome, aquí el exceso de belleza física puede causar los mareos y ansiedades de lo que podría llamarse sofocón de Ipanema. Lo mejor para curarlo es llegar hasta la orilla de la Lagoa, que queda a espaldas del barrio. Es quizá el lugar más hermoso de Río (que ya es decir): el lago tranquilo bordeado de parques y rascacielos, a la sombra del Corcovado y la altísima Pedra Da Gávea, y ante el telón de la selva de Tijuca. Se puede visitar el hospital y la diminuta guardería que construyó Niemeyer a sus orillas, en plena época de confianza en los poderes de la arquitectura para transformar el mundo. Y el fabuloso Jardín Botánico, con sus avenidas de palmeras imperiales y sus bonitos pabellones decimonónicos: hay orquideario, claro, pero también cactario y bromeliario, y hasta un quiosco dedicado a las plantas carnívoras. El Corcovado y Gávea Desde el misterioso parque Lage, también cerca y en perfecto equilibro asilvestrado, se puede subir a pie hasta el Corcovado atravesando la selva (puede costar sudores, sí, pero se hace en soledad y silencio, y evita los atascos de autobuses y las colas ante el funicular). Y por el barrio ajardinado de Gávea se respira la nostalgia de esa década prodigiosa que fueron para Brasil -y sobre todo para su burguesía- los cincuenta de la bossa nova, Kubitschek y Brasilia, cuando se veía al alcance de los dedos el cambio pacífico de las estructuras injustas y el país parecía pisar con pie firme el camino de un progreso igualitario. En Gávea está el Instituto Moreira Salles, en una mansión de 1951 reconvertida en centro cultural, con jardines de Burle Marx y una arquitectura estupenda que recuerda a veces escenas de Mi tío, la película de Tati. Y el parque Da Cidade, que se funde con la selva y esconde cascadas donde ducharse a solas a 10 minutos del corazón de la ciudad. O de uno de los corazones: si uno entiende algo tras un tiempo en Río es que la ciudad es muchas en una, casi una por barrio; ninguno la resume del todo, y sin contar con todos no acaba de entenderse ni puede darse por vista.
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  • De barrio en barrio por la ciudad emblemática de Brasil
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