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  • Entre los santuarios culturales y el turismo consumista se pone muy cuesta arriba viajar con la ingenuidad y falta de prejuicios de cuando éramos niños. O tal vez no, todavía hay viajes que dinamitan las ideas preconcebidas que podemos tener a la hora de hacer la maleta. Lego, del danés leg godt (juega bien), es una empresa fundada hace 72 años por Ole Kirk Christiansen, aunque su verdadera revolución llegó hace cincuenta años, ya bajo la dirección de su hijo Godtfred, cuando los bloques de plástico interconectables por los que hoy son conocidos en todo el mundo -cada segundo se venden siete cajas de este juego de construcciones- adquirieron el diseño que hoy mantienen. Cualquier niño que ha jugado a construir lo que se le ocurriese con su caja de Lego ha soñado alguna vez con una ciudad multicolor llena de diversiones para ser eternamente feliz. Lo mejor de todo es que alguien se ha encargado de hacerla real: la propia familia Kirk Christiansen. Se llama Legoland, y está en mitad de Jutlandia, en una pequeña población llamada Billund. Aunque hay otros tres parques en el mundo, éste es el original y en 2008 cumple 40 años, y para llegar allí lo mejor es echar mano del avión. Teniendo en cuenta los precios de las low cost, no cuesta hacerse a la idea de que se trata de una excursión del colegio. Volver a ser por un día el niño que fuimos es una garantía de diversión en el parque, famoso por ser uno de los más exquisitos y didácticos del mundo. Si la diferencia entre el viajero y el turista reside en que el primero viaja para conocer el destino y el segundo para reconocer lo visto en fotografías, uno no sabe bien a quién está dirigido este parque. Porque todo lo que se ve allí es nuevo, y, sin embargo, parece sacado de los juegos de la infancia, o de la imaginación desbordada con la que diseñábamos edificios y máquinas imposibles. De hecho, el parque está dividido siguiendo las líneas fundamentales de los distintos juegos de construcción de la marca. Desde la línea para los más pequeños, Duplo, hasta las variadas posibilidades temáticas: nuestro mundo a escala reducida en Miniland o las zonas más llamativas como Legoredo, ambientado en el Lejano Oeste americano, donde está la obra más grande del parque: la reproducción del Monte Rushmore para la que se necesitaron más de millón y medio de piezas, y el mundo medieval y mágico del Reino del Caballero, que cuenta con la construcción más cara del recinto y tiene el curioso récord de ser el castillo construido más rápidamente en Dinamarca: sólo ocho meses. También otros escenarios, como el mundo precolombino, los piratas o una ciudad en miniatura. Hay zonas, asimismo, con una función educativa más evidente, como la escuela de tráfico, o innovadoras, como el cine de 4D en los Lego Studios. Son 140.000 metros cuadrados de superficie construidos con 58 millones de piezas de Lego que han visto más de 40 millones de visitantes desde que se inauguró. Las cifras dan un poco de vértigo, así que lo mejor es disfrutarlo sin prejuicios, montarse en cada una de las montañas rusas y de los recorridos y no perderse la mejor de todas las atracciones: el Power Builder. La filosofía del móntatelo tú mismo -que es el motivo central del viaje- se aplica a este artilugio, consistente en un enorme brazo mecánico rematado por un par de asientos. Del mismo modo que con el Lego uno puede construir lo que imagine, en el caso del Power Builder se elige el número de giros de cabina y de brazo mecánico al gusto del usuario. Una vez visitado el parque, hay dos opciones. Si uno viaja con niños o si se nos ha hecho tarde, una opción puede ser pernoctar en Legoland Village, una construcción a escala 1:1 con habitaciones especiales para familias numerosas (hasta diez ocupantes). Una ruta muy vikinga Sea esa misma noche o al día siguiente, la otra parada de la excursión es Aarhus, la segunda ciudad de Dinamarca, la ciudad vikinga. Allí no hay que perderse el otro plato fuerte del viaje: Den Gamble By (pronunciado gamble bu, la ciudad antigua). Se trata del primer museo al aire libre del mundo. Inaugurado en 1914, consistió en juntar aleatoriamente 75 edificios históricos de toda Dinamarca en un pequeño recinto del jardín botánico de la ciudad. Como si se tratase de una serie de casas de muñecas a tamaño natural, se van sucediendo un molino del siglo XVI, una sastrería del XVIII, una imprenta, etcétera. Todo ello sin criterio histórico alguno, como lo habría montado un niño. Para facilitar la inmersión en el mundo de la fantasía se completa el atrezo con trabajadores vestidos de época que realizan labores tradicionales. Lo mejor, eso sí, es que todo tiene mucho encanto, parece sacado de una película de sobremesa, por la falta de respeto histórico y por lo bonito: parece ser que la ciudad antigua sirve como escenario de la representación que cada Navidad hacen en la televisión danesa del Cuento de Navidad dickensiano. Más serio y documentado es el Museo de Moesgård. Pese a estar huyendo de los hitos culturales, hay muchas razones para visitarlo. En primer lugar, por su ubicación en medio de un bosque sacado de un cuento de hadas que está al sur de la ciudad. Luego, por lo peculiar de sus colecciones. En este museo tienen la mejor colección de armas romanas que existe. Como bien explican los guías del museo, se debe a que los vikingos lanzaban las armas de los enemigos a los lagos, lo que ha ayudado a su conservación. Algo parecido sucedió con el hombre Grauballe. Se trata del cuerpo de la edad de hierro que mejor ha llegado hasta nosotros. La razón: le cortaron el cuello y lo arrojaron a una ciénaga y con la falta de oxígeno ha permanecido intacto. Pero si preferimos huir de las salvajes costumbres de la prehistoria y quedarnos con hábitos más agradables, podemos aprovechar la visita a Moesgård para conocer el museo vikingo cercano a la playa. Allí se conservan enterramientos y edificios vikingos y lo mejor de todo: disfrutar el último fin de semana de julio de una concentración vikinga a la que acuden aficionados de toda Escandinavia y de las islas británicas para demostrar sus habilidades con las armas, los caballos, artesanía y demás. Otra posibilidad sin salir de Moesgård es una buena comida en el Skov Møllen (molino del bosque), un lugar para probar los cinco modos de cocinar el salmón de la cocina típica de la zona. Y atención con los horarios, porque en Dinamarca se come a las doce y se cena a las seis, y el sitio es muy pequeño y se llena rápido. Los perezosos, por suerte, tienen la opción del brunch en las terrazas del canal. La oferta es muy variada y potente: salmón recién ahumado, arenque crudo macerado (sild), paté de carne (leverpostej), huevos, ensalada de patatas (kartoflesalat), quesos del país y el pan negro (rugbrød) típico de la zona.
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  • Vuelos de bajo coste para visitar Legoland, en la ciudad danesa de Billund
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  • Un mundo pieza a pieza
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