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  • La costa de Murcia es la que tiene menos kilómetros construidos (o destruidos, según se mire) de todo el Levante español: un 13,6%, casi la tercera parte que la valenciana o que la catalana. Pero también es, por eso mismo, la que más peligro corre de caer en las garras de los que hacen negocio enladrillando paraísos. Así es la Costa Cálida, un rosario de 274 kilómetros donde se ensarta lo mejor y lo peor del litoral mediterráneo, lo más virgen y lo más prostituido, sin término medio. Esta bipolaridad de la costa murciana se aprecia perfectamente desde el cabo de Palos: a un lado quedan el Mar Menor y su Manga de 18 kilómetros, antes de arena, ahora de ladrillo y hormigón armado, donde las grúas siguen trabajando como si la posible subida del nivel de las aguas por efecto del cambio climático no fuese con ellas; al otro, las playas vírgenes, los acantilados de pizarra y los montes del parque regional de Calblanque, los dominios del araar, un arbolillo que, si pudiese caminar, se iría a África, donde están la mayoría de sus congéneres, pero como no puede, se queda en Calblanque, que es lo más similar. El Tetraclinis articulata, vulgo araar, también conocido como ciprés de Cartagena, tuya articulada o alerce africano, es un miembro de la familia de las cupresáceas, primo, pues, de la sabina, del enebro y del ciprés, que en tiempos de los dinosaurios poblaba gran parte de lo que hoy es Europa, pero al que los fríos de las últimas glaciaciones casi echan del continente, arrinconándolo en la cálida sierra litoral que se extiende desde Cartagena hasta el cabo de Palos, donde rumia su suerte -más mala que buena, según uno lo ve- de ser el árbol más escaso, unos 2.000 ejemplares, de cuantos crecen naturalmente en la península Ibérica. El caso es que este viejo robinsón, que vio pasar a los diplodocos, a los hielos cuaternarios y a los vándalos del desarrollismo, es el símbolo, le guste o no, de un parque que, como él, vive de milagro en una de las últimas orillas intactas del Mediterráneo. Pero no es el único superviviente de Calblanque, ni su único prodigio, como enseguida se verá. Cuatro kilómetros antes de llegar al cabo de Palos, por la autovía de Cartagena a La Manga, hay que tomar el desvío a Calblanque y seguir en coche por una pista de tierra señalizada con letreros hasta las salinas del Rasall, en cuyas aguas espejadas se reflejan aves tan vistosas como el flamenco y se refracta el fartet, un pececillo carnívoro tan escaso y en peligro como el araar, si no más. Justo en la esquina del saladar se halla el primer aparcamiento de la playa de Calblanque, señoreada ésta por una gran duna fósil, un montón de arena que se quedó como se queda uno al descubrir un playazo intacto a una legua de la manoseada Manga: petrificado. Escorias rojas, ocres y amarillas Avanzando ya a pie hacia la izquierda, hacia el este, por la propia playa o por la pista que corre paralela a ella, se alcanza tras un kilómetro la base del grisáceo cerro del Atalayón, donde una senda exclusivamente peatonal invita a continuar por la abrupta costa hacia la solitaria cala de los Déntoles y la punta Espada. Es la misma senda que hollaron los buscadores de plata, cobre y estaño desde tiempos de los íberos hasta el siglo XIX, de ahí los pozos que se ven por doquier y los montones de escorias rojas, ocres y amarillas que dan a este paraje un aspecto más marciano que murciano, suponiendo que en Marte haya habido alguna vez mar, lo cual aún está por demostrar. Media hora cuesta arribar a la punta Espada, un promontorio de pizarras tan afiladas que, si uno no anda con ojo, se hace gratis la pedicura; y otra media rebasar los altos acantilados que se presentan a continuación, con algunos pasos estrechos pero seguros y pozos mineros donde la piedra arrojada tarda un padrenuestro en hacer chof en su fondo anegado por el agua marina. Luego, al doblar un saliente, se avista en lontananza el cabo de Palos y, muy cerquita, por una cuesta que no apetece mucho bajar, la cala Reona, donde las urbanizaciones ponen fin a la costa salvaje y a este garbeo de una hora y cuarto. La vuelta, en otro tanto, por el mismo camino.
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  • Calas salvajes en Calblanque, al sur del Mar Menor
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  • Un as escondido bajo La Manga
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