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  • Por más que uno quiera esquivar las comparaciones, si una Marina se llama Alta es porque hay otra que se llama Baja. Y ésta, la Marina Baja alicantina, ha recibido una sobredosis de vitaminas turísticas (incluido el monstruo de Benidorm y el parque de Terra Mítica). Así que la Marina Alta se ve en el papel de competir, de ponerse las pilas. Y eso es lo que está haciendo, con algunas silentes y tozudas mejoras; sobre todo en su fachada litoral, prestigiada por poblaciones de origen mítico como Dénia, Xàbia o Calpe. A Dénia se la considera capital de la Marina Alta. Dicen los cronistas que fue fundada por los griegos y consagrada a Diana, pero apenas queda más rastro de eso que el que dejaran escrito en el llebeig, la brisa de Levante. Algo puede indagarse en el castillo, en un modesto museo apañado sobre ruinas que tienen de todo un poco (de árabes a Borbones) y poco de todo. Pero resultan muy vistosas y románticas, cumplen la función de poner una estampa épica a los oscuros principios y son una bendición para subir a los niños por la tarde a que vean atracar o partir los buques que conectan con Ibiza. El pueblo creció de espaldas al mar, como casi todos por aquí (cosa que si ahora nos choca es porque no tenemos piratas a la vista, ni moros en la costa). Es más, estuvo bien amurallada (se sigue recuperando el cerco), y el núcleo más antiguo, intramuros, no ha perdido cierto espesor de medina árabe. En el Museo Etnológico, abierto en una mansión burguesa a pocos pasos de la iglesia y el Consistorio, se confirma esa traición al mar: la riqueza del pueblo no vino tanto de la pesca como del comercio de la pasa (fer la renda, se llamaba a la campaña estival). Ocurrió en toda la Marina Alta, y el negocio se fue al traste en el siglo XX sin dejar más huella que algunos riuraus desconchados en la campiña y la memoria amarilla de las fotos. El riurau, con sus tradicionales arcos construidos con piedra seca, era el inmueble para la producción de la pasa, y la mayor parte de ellos fueron levantados entre 1875 y 1900. Es el símbolo de la arquitectura popular de la Marina Alta. La cara más antigua fue cristalizando en el barrio de Baix la Mar, entre las faldas del castillo y el puerto, un laberinto de casitas de juguete; bueno, es lo que parecen después de haberlas maquillado de colorines para alojar pequeños restaurantes y comercios que respondan al tópico abstracto de pueblo marinero. En la lonja del puerto se sigue subastando el pescado, pero ya en plan galáctico. Y en el paseo marítimo, las antiguas atarazanas se han convertido en un precioso hotel de diseño, y no es el único. Los antiguos no repararon en los 20 kilómetros de playas de que puede presumir Dénia. En la parte norte, conocida genéricamente como Les Marines, se suceden media docena larga de playas de bordes generosos y arenas tostadas. Hacia el sur, en la zona conocida como Les Rotes, se alternan los lechos de arena con calas rocosas y planchas alisadas que muchos aprovechan como solárium. Entre Dénia y Xàbia, separadas apenas una legua, se interpone el mondo caparazón del Montgó, montaña a la que todos comparan con una tortuga; gracias a que fue declarada parque natural se libró de caer en la sopa de los promotores. Cuando uno llega, mareado de curvas, a Xàbia, se encuentra con muchas obras: merced a unos fondos de la Unión Europea, se está recomponiendo el casco antiguo, que tiene casas destacadas, por el ya mencionado negocio de la pasa. La parroquia de San Bartolomé servía a la vez de fortaleza, cuando atacaban los piratas, y sus dos portadas góticas, tan elegantes, tienen que soportar el remate de unos matacanes guerreros. 'Puzzle' urbano Hay junto al templo un mercado de abastos que también parece gótico, aunque fue levantado en 1946, una belleza, en cualquier caso. El Museo de Xàbia, instalado en el palacio de Antoni Banyuls (influyente cortesano, al parecer, de Felipe III), ha sido ampliado con un cuerpo vanguardista del arquitecto valenciano Vicente Manuel Vidal que encaja y ennoblece el puzzle urbano; está prevista su apertura para el verano. El barrio bajo de las Aduanas del Mar, con una curiosa iglesia de Loreto levantada en 1967 (la cual parece anticipar con sus costillas de hormigón los guiños de Calatrava) y el puerto pesquero, donde se siguen oficiando las subastas de pescado, son como el vestíbulo de las playas de Xàbia. Que no son una ni dos, sino diez, entre el cabo de San Antonio y el Cap Negre. Algunas tapizadas de finos y pulidos guijarros que recuerdan a las islas griegas, como ocurre en La Grava o el Benissero. Otras se entrometen en el agua somera a través de planchas recortadas de sabor dálmata, como ocurre en los Baños de la Reina o las dos Caletas. Pero en la espléndida playa del Arenal, ancha y dorada, hay arena de sobra para hamacas, sombrillas y hasta partidas fugaces de balonvolea. Una masa mal disimulada de chalets y urbanizaciones ha ido sustituyendo a los naranjales y bosquetes que antes arropaban el Cabo de la Nao. El cabo fue protegido cuando ya estaba contra las cuerdas. Una docena de miradores, perdidos al fondo de corredores blindados por vallas privadas, conforma una especie de género propio de estas costas; cuando uno se asoma a ellos, se cierne un cantil prolongado y bermejo cuyo borde mismo, ay, rebosa chalets blancos. Al regresar del cabo, una carretera estrecha y tentadora parece descender a los abismos: es un cul-de-sac y lleva a la playa de Ambolo, que es nudista. Para llegar a la mítica Calpe hay que pasar por Benissa. Hay que aventurarse a pie por el cogollo histórico, y el premio inesperado va a consistir en un puñado de edificios nobles, como el antiguo Hospital de Pobres (actual Ayuntamiento), la Lonja de Contratación y otras casas solariegas del XVIII que están aprovechadas por la Universidad de Alicante. Pero lo mejor de Benissa tal vez sea su fachada litoral, con media docena de calas y playas; algunas tan barrocamente escénicas como La Llobella o la Cala dels Pinets, con pinos que se mojan los pies en el agua, o tan mansas como Les Bassetes, donde se guarece el club náutico. Fogones junto a la roca Dicen que el olfato es el sentido primordial de los humanos, y el abate de Condillac construyó con esa teoría todo un sistema filosófico en el siglo XVIII. Haciendo honor al abate, cualquiera podría atravesar Calpe y dar con el peñón de Ifach guiándose sólo por el aroma a marisco y parrillada de pescado de los fogones que rodean la roca, el puerto, la lonja y una breve playa. El olor no falla; la vista, es otra canción. No se ve el mítico peñón hasta que uno lo tiene delante de las narices; bloques bastardos han acorralado a ese cíclope cuyo aire de familia con el peñón de Gibraltar sería la causa de que los fenicios llamaran igual a ambos, calpe o promontorio. Miguel de Unamuno creía que esta Calpe era la Hemeroscopea (observatorio de los días) de los griegos focios que anduvieron trapicheando por estas riberas. Escritores como Azorín o Gabriel Miró, y músicos como Óscar Esplá (quien compuso en 1918 una sinfonía titulada Los cíclopes de Ifach) dieron cobertura artística a la rareza geográfica. No son estos tiempos para la lírica. Pero sí para la ecología, en humilde contrapartida. El peñón fue declarado parque natural in extremis hace veinte años, y en la casa de un antiguo propietario se ha instalado un Aula de la Naturaleza. También se han respetado y saneado, justo es señalarlo, las viejas salinas a espaldas del peñón, explotadas al igual por los romanos y un montón de pájaros y zancudas. Son gestos que tienen, a fin de cuentas, un algo de desagravio para ese colosal mirador.
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  • La Marina Alta traza en Alicante una ruta histórica y marinera
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  • Dénia y Xàbia, dulces playas mediterráneas
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