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  • Hay quien llega a la Praça do Comércio de Lisboa, ve del otro lado del Tajo el perfil bronco de los astilleros de Almada (muy noble a su manera, por otra parte), da con eso por amortizada la orilla sur y se gira para acercarse a Sintra, a Estoril, a Cascais. Hará mal: más allá del Mar de la Paja quedan por ver, a tiro casi de piedra, algunos de los lugares y playas más bonitos de Portugal, que ya es decir. Se puede abrir boca la víspera, cogiendo en el Cais do Sodré uno de los barquitos de línea que en veinte minutos llevan a Cacilhas, justo enfrente, para pasear por sus muelles a pie de agua. Y también para cenar en alguno de los mejores restaurantes de pescado de Lisboa, aunque no estemos ya en Lisboa y de Lisboa lo único que pueda disfrutarse allá sea su perfil elegante al otro lado del estuario y las "mil velas nos altares das colinas", que canta el fado y se encienden según va anocheciendo. Después hay que levantarse una buena mañana de sol de principios de verano, coger el coche y cruzar el puente 25 de Abril (el más bonito de Europa, con permiso de los de Oporto) para recorrer despacio la costa de Caparica, que queda del otro lado. Enseguida se dejan atrás los pisos playeros de Caparica y la carretera se estrecha entre encinas y pinos y acacias, paralela a la línea de playa inacabable de un lado y los acantilados terrosos del otro. Por milagro, o por causa de unas leyes sensatas que ya quisiéramos en España, este tramo de costa tan goloso se ha salvado hasta ahora del ladrillazo inmobiliario más brutal. Según se baja hacia el cabo Espichel y se cruzan las aldeas blancas de Charneca y Fonte da Telha, se abren a la derecha pistas de tierra que llevan a las playas numeradas ?por pura conveniencia, porque son todas parte de un mismo arenal inacabable?. Quedan del otro lado de un eterno cordón de dunas, y las conecta también un trenecito veraniego muy socorrido para los no motorizados. Cuanto más al sur, más informales y menos familiares serán los chiringuitos precarios (y nada feos) que ofrecen un refugio bienvenido contra el viento de mar que puede soplar inclemente. Más Atlántico no se puede: olas y resacas traicioneras, gaviotas hitchcockianas de puro contentas, mareas vivas que dejan a la tarde la arena recién lavada y cubierta de espejos de agua tibia. Y, claro, apoteósicas puestas de sol en cinemascope y primerísima fila sobre el mar, como sólo tienen en Iberia portugueses y gallegos. La carretera se aleja luego de la línea de costa y se mete en los pinares misteriosos y las salinas de la Reserva da Mata Nacional dos Medos. Que no tengan miedo los más playeros: pronto se empiezan a bordear los carrizales de la bonita laguna salobre de la Albufeira, que es como una versión diminuta y detenida en el tiempo del aspecto que debió de tener su hermano mayor, el estuario del Tajo, en la época en que Almeida Garrett lo recorrió para escribir su estupendo Viagens na minha terra: un libro breve sobre un viaje corto que demuestra que lo más cercano es a veces lo más sustancioso. Se llega así hasta la bonita Aldeia do Meco, con sus casas casi alentejanas: blanquísimas y apaisadas. Meco es un secreto bien guardado de los lisboetas listos, que compraron y restauraron mucho por la zona y están seguramente encantados de que Sintra y las playas del norte se lleven por ahora casi toda la fama. A la altura de la aldea, los precipicios de arcilla caen a pico sobre la playa. Se puede aparcar entre los pinos y bajar como buenamente se pueda hasta las playas salvajes de Tramagueira o de Lagosteiros, donde nudistas y textiles conviven en amor y compañía, se duchan y untan de lodos supuestamente terapéuticos al pie de los hilos de agua que vierten directamente en la arena. Faro del fin del mundo Después se dobla la esquina del cabo Espichel: viene a ser, con sus acantilados ásperos y su faro del fin del mundo, la punta suplente de la nariz de la península Ibérica que dibujábamos de pequeños. La plaza porticada ante el santuario barroco de Nossa Senhora do Cabo está casi siempre desierta y huracanada. Da la espalda a los precipicios, tiene el suelo de tierra y un aire de ejercicio de perspectiva arquitectónica o de cuadro de Giorgio de Chirico, saturada de esa melancolía metafísica que ataca por sorpresa y es casi un endemismo emocional portugués. Un poco más abajo, en el parque natural da Serra da Arrábida, los endemismos son más bien botánicos: se despeña el bosque hasta el mar, se curva y descurva la carretera que lleva al pueblo de pescadores de Portinho y al antiquísimo y misterioso convento da Arrábida, aislado como una ciudadela blanca en estas soledades."Si no estoy en el cielo, éstos son sus arrabales", parece que dijo el franciscano Frei Martinho Navarro, su cerril pero inspirado fundador. La verdad es que es un sitio agreste que deja inquieto, y no extraña que Oliveira se empeñase en traerse hasta aquí a Catherine Deneuve y John Malkovich para rodar O convento. El guión era de la inmensa Agustina Bessa- Luís: se trataba ni más ni menos que de encontrar en su biblioteca las pruebas peregrinas de que Shakespeare era un judío español. A pocos kilómetros tierra adentro, enVila Fresca de Azeitão, está la famosa Quinta da Bacalhoa, abierta a visitas. La construyó el muy noble y muy fino Afonso de Albuquerque a mediados del XVI, para lucir la última moda aprendida en sus viajes por Italia: ya lo había hecho en su casa en Lisboa, ese pinchudo Paço dos Bicos que imita el palacio de los Diamantes en Ferrara. La Quinta es quizá el mejor ejemplo de arquitectura y jardinería renacentista de Portugal. Y de los más refinados de Europa en su género: tiene logias, albercas, parterres, fuentes y algo vital en este país: los paneles de azulejos polícromos e historiados de Marçal de Matos, de los más antiguos que se conservan. Se puede volver a dormir a Lisboa desde aquí. O seguir, porque al sur quedan ya las palabras mayores del estuario del Sado y Setúbal, portuaria e histórica y con la excelente pousada del Castelo de São Felipe, plantado a pico sobre ese Atlántico que domina la ruta y que uno no se ha decidido a perder nunca de vista en este viajecito (ni ha tenido que hacerlo, por suerte, durante mucho rato). Javier Montes es autor de Los penúltimos, premio Pereda de Novela, publicada por Pre-textos.
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  • 20080619
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  • Recorrido por el sur de Lisboa, desde el cabo Espichel al estuario del Sado
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  • Puestas de sol en cinemascope
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