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  • Al acantilado que cae justo enfrente de Miranda do Douro, cortando como un hachazo la respiración del observador primerizo, le dicen la fraga amarillao del 2. Amarilla, porque los líquenes tiñen el granito de gualda color. Y del 2, porque la erosión ha esculpido en la pared algo parecido a ese número. Según la tradición, las solteras que no distinguen el guarismo no se casan. Las casadas que no lo descubren, según la misma tradición, es porque sus maridos las engañan. ¿Y los hombres que no lo ven? A esto, la tradición no contesta, quizá porque es cosa sabida y probada que los hombres nunca encuentran nada. Además de un emplazamiento que quita el hipo, al borde de un cortado de 200 metros sobre el río Duero, Miranda do Douro tiene un casco antiguo reluciente, que casi parece nuevo, con sus murallas y puertas del siglo XII brotando de céspedes segados como para jugar al golf, y rúas primorosamente empedradas por las que es una felicidad andar al anochecer, al humo de las tabernas en que se brasean las postas de ternera mirandesa. La rúa más agradable, desde el punto de vista de un forastero que no tiene que subir y bajar por ella todos los días, es la de la Costanilha, que trepa desde la puerta de Nossa Senhora do Amparo hasta la plaza D. João III, entre casas tan antiguas y entretenidas como la de los Cachorros Zambargonhados, del siglo XV, cuyos canecillos eróticos revelan una sexualidad, la de la Edad Media, "muito criativa" ?como dice el panel que hay en la puerta? y también cuán mojigata se ha vuelto la nuestra, que censura hasta las Venus de Cranach el Viejo. En lo más alto de Miranda, como una prolongación de la escarpada riba del Duero, se levanta la mole berroqueña de la Sé, que antaño tuvo el rango de catedral y hogaño ?¡sic transit gloria mundi!? es poco más que una casa de muñecas donde las devotas juegan a hacerle vestiditos al Menino Jesús da Cartolinha. Y es que, a diferencia de otras tallas religiosas, que apenas se mudan de ropa, este menino dieciochesco se exhibe en una urna con una amplia colección de trajes, incluido el regional, que es un capote de fieltro marrón rematado por un tremendo capuchón, ad hoc para el riguroso clima de Trás-os-Montes. El Águila de Bonelli Al Jesusito presumido de la antigua Sé mirandesa le ha salido últimamente un duro competidor en la conquista de la devoción popular, y es el águila de Bonelli o perdicera, especie emblemática del parque natural do Douro Internacional, a la que se ha salvado in extremis de la extinción introduciendo en la zona conejos sanos procedentes de la región del Alentejo. Lo mejor para conocer su hábitat, salvo que a uno le salgan alas, es darse un garbeo desde Miranda en el barco de Europarques Hispano-Lusos, un crucero guiado por naturalistas que, durante una hora larga, permite ver de cerca nidos de águilas y también de cigüeñas negras y refugios de nutrias y encinas centenarias que arraigan milagrosamente en estos cantiles, más que verticales, casi boca abajo. Otra buena opción es acercarse a alguno de losmiradores de las vecindades, como el castro de São João das Arribas, un peñasco con vistas de buitre sobre el encañonado Duero y con una ermita edificada sobre la tumba del general romano Emilius Balesus, que participó en una expedición a las islas Británicas siendo emperador Adriano. Esto de la tumba lo declara una lápida que hay in situ, pero en Google, que todo lo sabe, el tal Emilius Balesus ni sale. El parque natural do Douro Internacional se extiende a lo largo de 120 kilómetros por la margen derecha del río, la contraria de la que ocupan los Arribes de Zamora y Salamanca, formando entre aquél y éstos la frontera más hermética de una Europa sin fronteras: un foso de hasta 400 metros de profundidad que hace que pueblos españoles y portugueses que sólo distan una legua en línea recta no tengan trato, ni bueno ni malo. Pero ya se sabe: lo que repele a los hombres, atrae a la naturaleza. Aquí, además de las especies ya mencionadas, hay lobos, linces, alimoches... y más de 106 plantas endémicas. Siguiendo desde Miranda la derrota del Duero, por carreteras que corren a prudente distancia del escabrosísimo cauce, se enhebran dos poblaciones de cierta importancia. Una es Mogadouro, que yace nostálgica al pie de un arruinado castillo templario, y la otra, Torre de Moncorvo, villa de tradición minera ?hay un museo del Hierro? que, vista desde el monte, semeja una guitarra rodeada de naranjos, viñedos y, sobre todo, de almendros que a finales del invierno pintan el paisaje de blanco, como si hubiese nevado. Un caballo al galope No lejos de Torre de Moncorvo, el Duero se bebe al Côa, que también es un río cañón. Los últimos 17 kilómetros de su encajonado curso albergan nada menos que 28 núcleos de arte rupestre, con grabados al aire libre de hace casi 30.000 años, si bien la costumbre decorativa se mantuvo viva hasta principios del siglo XX, cuando los últimos molineros hicieron sus pinitos tallando cruces, castillos y mensajes para la posteridad. Patrimonio de la humanidad desde 1998, el Parque Arqueológico do Vale do Côa sólo puede ser visitado con reserva anticipada, en grupos reducidos a los que un arqueólogo lleva dando tumbos a bordo de un todoterreno por caminos que no han mejorado apenas desde el paleolítico superior. El que viaja en el transportín tiene asegurada diversión doble. El destino habitual del traqueteado grupo es el núcleo de Canada do Inferno, el más relevante, donde las aguas embalsadas del Côa reflejan 150 animales cincelados con sílex en 40 paredes pizarrosas: cabras monteses, uros de más de una tonelada y otras criaturas que pacían a sus anchas en la antigua piel de toro. Un caballo con dos cabezas, fingiendo el movimiento del galope, es la mayor singularidad del parque y una de las cimas del arte paleolítico, así como el perfecto colofón para un recorrido por esta región, donde todas las piedras (acantilados, canecillos, lápidas de castros, abrigos prehistóricos?) hablan.
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  • 20080619
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  • Cañones, nidos de águilas y arte rupestre en el noreste portugués
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  • Por el Duero hacia la prehistoria
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